Una mañana de domingo empiezo a
leer las primeras páginas de Pilote de
guerre, de Antoine de Saint-Exupéry. Prisioneras de un sueño de infancia, las
palabras del autor evocan ese momento en el que aún sentimos la calidez
familiar de todo cuanto nos rodea, el olor de los pupitres y el tacto de las
hojas cuadriculadas donde los alumnos apuntan el dictado del profesor. Nada en
esas palabras puede advertir el futuro terror, la inversión de esa cotidianidad
que llevará a cabo la guerra. En ese recuerdo impreciso, la escuadra y el
cartabón trazan grados y ángulos en el ejercicio de cálculo. Unos años más
tarde, los pilotos de las fuerzas aéreas los pegarán sobre la pantalla de sus
bombarderos para apuntar las trayectorias de disparo, corregir posiciones y
sobrevivir. El sueño se desvanece a medida que Antoine reconoce las voces de
sus compañeros de escuadrón, a medida que la imposibilidad de regresar con vida
se cierne sobre su presente.
Antes de partir en dirección a su
instrucción, Saint-Exupéry se cruza con uno de sus tenientes. Se desean suerte,
aunque en realidad se estén despidiendo. La edición ilustrada de Gallimard
incluye un dibujo a modo de interpretación de lo narrado. Interpretación, no
resumen, pues su autor, Romain Slocombe, pinta un cuadro en el que un soldado,
presumiblemente alemán, dispara una ráfaga de ametralladora contra un escuadrón
de aviones situados en el margen superior del dibujo. La aviación, nacida como
una noble inclinación a la aventura, queda relegada a unos minúsculos trazos, a
ese objetivo de cálculo que el artillero trata de encañonar con acierto. El
frenético compás del cartucho de la ametralladora aplasta la vanidad y el
romanticismo del vuelo. He ahí, tal vez, la contradicción que el mismo título
del libro explicita: cómo la belleza del gesto de volar debe convivir con la
ingeniería brutal de la guerra.
Todavía faltan dos años para que
el P-38 Lightning pilotado por Saint-Exupéry desaparezca cerca de la bahía de
Carqueiranne, mientras se dirigía al Valle del Ródano. Podemos imaginar ese
último momento en el interior de la carlinga. Allí, Antoine nota cómo su brazo,
pegado a la palanca, absorbe el traqueteo de una maniobra disuasoria que obliga
a la maquinaria del avión al sobreesfuerzo. Un relámpago cruza el flanco
derecho de la nave, la pared se comba ligeramente y, por un instante, proyecta
un zumbido ensordecedor en la cabina. Los ojos de Saint-Exupéry han perdido una
referencia clara en su ventana, de nada sirve improvisar una corrección de
posición. Si consigue desencasquillar una de las ametralladoras, tal vez pueda
disparar una ráfaga de treinta o cuarenta balas que le harán ganar unos
segundos de tiempo. Sin embargo, la sencilla operación se interrumpe cuando la
nave se enciende como un pájaro de fuego y cae en picado hacia algún punto del
mar al sur de Marsella.
Tal vez, Antoine continúa con
vida en el esqueleto de la carlinga mientras la aeronave prepara su impacto
contra las aguas; tal vez una de las tandas de disparos ha destrozado su cuerpo
en el fragor del último intento por repeler el ataque. El avión desaparece y
con él el cuerpo del escritor. Quienes presencia la escena afirman ver cómo una
estrella -la cola de una estrella, para ser precisos- descendía haciendo eses
hasta apagar su brillo al hundirse en el agua. Uno de los periodistas que
cubrirá el suceso escribirá que, sin duda, la muerte de Antoine de
Saint-Exupéry condensaría ese instante final, entre la gravedad y la gracia, en
el que el deseo de volar capituló ante el terror de la guerra. Por algún
motivo, la ilustración de Slocombe -dibujante y romancier- que acompaña a las primeras páginas del libro capta con
inusitada precisión ese sentimiento de tristeza.
Esa misma mañana de domingo pienso
en Albert Lamorisse, cineasta del que André Bazin decía que había rodado la mejor
película infantil de la Historia del cine. El relato de amor entre Albert y el
viento podría constituir una ficción tan atractiva como la que esa ilustración
de Pilote de guerre ha despertado. En
un ejercicio de aperturismo, el Shah de Persia requirió los servicios de
realizadores e intelectuales europeos para que filmasen la transición hacia una
sociedad moderna del pueblo de Irán. Lamorisse fue uno de los directores que
recibieron el encargo -otro sería Claude Lelouch-, que en su caso consistió en
grabar el cielo, las nubes y el viento de Teherán, el único espacio donde la
política no podría intervenir sobre el arte. Durante una de las jornadas de
rodaje, Lamorisse cayó del helicóptero desde donde filmaba precipitándose al
vacío. El sueño de acariciar un cirro, mesar la barba blanca de una nube, notar
cómo la condensación perla de gotitas la palma de la mano, quedaba inconcluso
tras las imágenes de El viento de los
enamorados.
Años más tarde, un joven japonés
cuyo padre le ha inculcado el amor por los aviones y el vuelo se pregunta cómo
hacer regresar el cuerpo de Antoine de Saint-Exupéry, cómo exhumar el espíritu
de aventura sepultado tras la muerte del aviador romántico. Mientras estudia en
Yokohama, Tadao -lo llamaremos así- diseña una ruta de vuelo, sin escalas, que
le llevará desde Malta hasta la costa de Trípoli, una de las postreras
travesías comerciales emprendidas por el aviador francés. En el último curso de
diseño industrial, Tadao comienza a notar una molestia que se esparce por su
pecho. Cada vez que se acuesta a dormir, tarda un buen rato en encontrar la
posición que le permita descansar sin despertarse súbitamente con la
respiración entrecortada. Tras una serie de pruebas, el Dr. Tomita, médico de
la prefectura de Hara, le diagnosticará un problema pulmonar detectado en fase
precoz. El sueño de seguir los pasos de Saint-Exupéry no podrá tener lugar ese
verano, Tadao deberá someterse a un neumo peritoneo.
Parapetado tras su cuaderno de
dibujo, Tadao observa y anota los movimientos que suceden a través de su
ventana. La cercanía de los árboles de la casa familiar acerca el rocío de la
mañana al alféizar de la ventana de la habitación. En su posición privilegiada
de espectador, Tadao atiende al movimiento de las nubes, a la brisa que
arrastra el mediodía y eriza su pálido brazo. Allí, en lo alto, en esos cúmulos
que se forman y dispersan sobre el cielo, Tadao imagina ese otro mundo al que
los aviadores regresan una y otra vez, área de descanso entre aventura y
aventura. Tras concederle el permiso para salir a pasear por la zona, el joven
japonés pasa casi toda la tarde su primer día de libertad imaginando el
complejo entramado que se oculta tras cada nube. Los aviadores moribundos, las
naves golpeadas por el devastador impacto de la munición, piensa, tienen su
tumba en el aire, en el único lugar que los mantiene con vida, al que pueden
regresar sin miedo a perder ese sentimiento a veces tan abstracto como es el de
vivir.
Tadao vende sus primeros bocetos
a Teruo, uno de sus compañeros de estudios, que ha sido contratado para
trabajar como asistente en una revista para adolescentes. El acuerdo verbal se
cierra con una sola exigencia: cambie lo que cambie, la idea del regreso, del
mundo encerrado en mitad de las nubes al que acuden los aviadores, debe
permanecer en cada nuevo borrador. Ambos amigos estrechan las manos y el
verano, uno de los más cálidos de la década, sigue su curso. A finales de
otoño, Tadao recibe los primeros tratamientos de su historia. La mirada,
inquieta, se concentra en dos minúsculas viñetas. En la primera, la espalda
cuadrada de un soldado invade el cuadro de una playa de Córcega. Ataviado con
su uniforme color caqui, el soldado dispara su ametralladora contra un
escuadrón que apenas aparece escondido en el margen superior de la viñeta.
Junto al recuadro, se incluye un diálogo provisional. El teniente d’Ambert
envía una orden a su patrulla: «Volvemos a casa». Lo que conmueve a Tadao es
observar que, tras esa viñeta, el ilustrador ha reflejado su deseo. En el
segundo recuadro, a resguardo del fuego enemigo, aparece un grupo de nubes
entremezcladas en el cielo azul. El hogar de regreso.
En mi mente se cruzan ambas
ilustraciones, la de Slocombe y la de Tadao, como dos fragmentos de celuloide
empalmados en la mesa de montaje. Una historia muere durante la campaña de
guerra de 1944 y, años más tarde, resucita en el verano de un adolescente
japonés. En ese lapso de tiempo, la vida ha coagulado en un deseo de continuar,
de volver una y otra vez sin perder su rastro. ¿No es, quizá, una de las más
bellas metáforas para explicar la importancia de nuestra memoria? Tarde o
temprano, nos preguntamos si existe un espacio, una forma material, que
preserve aquello que ha configurado nuestra identidad personal: los recuerdos. Narrar,
a menudo, implica ser, explicar quién eres, qué haces y qué hiciste, puede que
también qué harás. A veces pienso que mi necesidad de narrar, de recordar y
detallar pormenorizadamente, representa el mismo papel que la viñeta poblada de
nubes que imaginara Tadao. Un mecanismo, una biblioteca de ficción, donde los
recuerdos tienen su aquí y su ahora, su vida.
Cada domingo dedico parte de la
mañana a escribir, dando pequeños pasos a tientas, ahora que he decidido
emprender un relato de ficción. La historia se ambienta en una granja que linda
con las vías del tren del condado que recorre el trayecto
Pennicot-Finville-Arden. Los viajeros que se amontonan en los compartimentos de
carga y descarga pueden observar, según el momento del día, al patriarca de la
familia Taggart mientras prepara el arado del campo de cultivo. Las primeras
páginas de la historia, todavía sin título, condensan una serie de
descripciones de la imagen que atribuyo a la vida rural en una época
comprendida entre 1920 y 1940. La mujer de Taggart, Leni, proviene de una
familia de inmigrantes daneses. Al alba, mientras el vaho proyecta las voces
del matrimonio en el interior del establo que se han propuesto rehabilitar,
Fred Taggart no deja de mirar el perfil del rostro de su esposa. La proporción
de su pómulo, la piel tan fina y tersa, sin manchas, que cae alrededor de su
mejilla, el color acaramelado que ha tiznado una frente pálida en su infancia. Mientras
Fred limpia los dientes del brazo perforador de su máquina, Leni tiende la ropa
en el par de cuerdas que han colgado junto a la puerta de la cocina. Sopla un
viento suave que atornilla la melena de la mujer sobre su frente. Con las manos
mojadas, Leni se hace una cola y nota cómo unas diminutas pompas de jabón de lavar
recorren su nuca desnuda.
Los Taggart representan el viejo
orden social amamantado bajo la doctrina de que todo ser humano tiene derecho a
poseer un lugar. Freddie creció entre plantaciones de remolacha, a la sombra de
un padre protector que hacía de la economía rural su razón de ser. En las
noches de primavera, la hermana de Freddie le despertaba al otro lado de su
ventana para pedirle que la acompañase a dar un paseo por los campos de
cultivo. Freddie apenas podía entreabrir los ojos, tal era su sueño profundo,
pero era capaz de distinguir la voz de Emily como quien divisa una llama en
mitad de la oscuridad. En una de esas noches, Emily desaparecería en mitad del
campo, dejando atrás el tacto áspero de su camisón de dormir, sus brazos
surcados de minúsculas pecas y el cuello blanco tapizado por una hilera de
rizos caracoleados. Detalles, todos ellos, inexactos que el pequeño Freddie
escondió en su memoria para evocar, noche tras noche, la imagen de una hermana
ausente en tiempos donde la fotografía no había encontrado su hueco en la vida
de las familias modestas.
Puede que el relato describa la
odisea de Freddie por conservar sus recuerdos, por aislarlos tal y como hace
con la tierra de cultivo de su granja, donde cada palmo es útil para la
cosecha. También, pues, cada palmo de una memoria enquistada en la desaparición
de Emily. A buen seguro, Leni percibe la melancolía de su marido, escucha el
sollozo nocturno que amortigua la almohada de la cama de matrimonio. Quizá,
como Tadao, Freddie necesita construir un lugar en el que el presente pueda
comunicarse con el pasado, donde la promesa de una historia que sigue su curso
encuentre su expresión. Emily nunca volverá, más allá de una serie de recuerdos
sobrenaturales que la mente de Fred liberará durante algunos pasajes. Sin
embargo, su presencia se hará notar de forma palpable, tal será la intensidad
del dolor, que por un momento Taggart podrá acceder a ese otro mundo donde
Emily le espera escondida entre la plantación de la granja familiar.
Todos reaccionamos de manera
diferente ante la pérdida, pues el elemento cohesionador es la sensación de
dolor en la que nos abandonamos. Fred Taggart carece de un impulso creador, de
ahí que solo pueda materializar el recuerdo de su hermana desaparecida a través
de la enumeración obsesiva de sus rasgos físicos. Nadie sabe, ese es el
problema, si la imagen mental de Emily se corresponderá con aquella hermanita
que Freddie perdió de vista cuando no había cumplido los doce años. Para el
hermano que continúa con su vida, la posibilidad de reencontrarse con ese
fantasma del pasado colma el daño acumulado durante todo este tiempo. No es un
sustituto, sino la viñeta que falta para poder cerrar una historia inacabada.
Con la imagen de Freddie en la
cabeza, me acuerdo de Martha, de cómo gestiona la muerte de su pareja. El
concepto de gestión encaja dentro de la visión crítica que enarbola Charlie
Brooker en Black Mirror. No se trata
de evocar o imaginar, sino de gestionar unos datos dolorosos que debemos ubicar
en una nueva carpeta. La tecnología nos proporciona una serie de estrategias
para canalizar ese dolor, ese adiós inevitable a aquellos que amamos. Una voz
telefónica y un algoritmo, la inteligencia artificial en su versión más
refinada, recrean la voz de Ash al otro lado de la línea. Una voz que recaba
información sobre el fallecido a través de un gesto de consolación tan humano
como el de conversar. Martha escucha la voz de Ash, como si su móvil estuviese
conectado directamente con el limbo, mientras alimenta la identidad -la
realidad- proporcionándole detalles básicos. Tal vez, como le sucedía a Taggart
con su reconstrucción mental de Emily, esa voz no sea, a pesar de su
sofisticación, la de Ash. Sin embargo, sus palabras rellenan una serie de
viñetas que habían quedado vacías.
Ante el conflicto de Martha,
atrapada en su incapacidad de despedirse -¿realmente existe, en positivo, la
capacidad de decir adiós?-, Brooker introduce una serie de variables que
ataquen la línea de flotación emocional. Ash conseguirá un avatar sintético
mediante el cual interactuar en el mismo plano de realidad con Martha;
mantendrán relaciones; disfrutarán de una vida en común; vivirán. Pero Martha,
como le sucederá a Taggart si llego a ese punto de la novela, percibe la
prótesis emocional que ha colocado para salvar el dolor de su pérdida. La
tecnología, al fin y al cabo, no puede replicar cada detalle, cada diminuto
recuerdo emotivo, que nuestra memoria almacena. La euforia del regreso, de esos
pasajes de convivencia, no tardará en dispersarse para dejar lugar a la
tristeza, incluso el terror, ante una criatura artificial que aúna rastros de
una identidad en una carcasa sin vida.
Entre Freddie y Martha se da un
paralelismo tan cercano como el que sucedía entre las ilustraciones de Slocombe
y Tadao. Ambos son otros dos fragmentos de celuloide empalmados en la misma
película. Si la pena de Fred se ahogaba en un tiempo donde las imágenes
mecánicas no tenían predicamento, el dolor de Martha se captura a la velocidad
de actualización de una red social, en multicámara y comentado a través de un hashtag. O, lo que es lo mismo, el dolor
se derrama en mecanismos artificiales que puedan apaciguar la herida que no
cierra, que no conoce final. Entre el pasado y ese futuro inmediato que
protagoniza Martha late la misma inquietud ante la desaparición y el duelo, la
misma obsesión por el regreso, la continuación del orden interrumpido.
Aquella mañana de domingo termino
de leer un capítulo de Pilote de guerre
mientras, en silencio, pienso en la brecha que surca el presente de Martha.
Quizá Brooker, como Slocombe y Tadao, sea el ilustrador de ese recuadro en
blanco que acompaña al diálogo del relato. La diferencia, aquí, consiste en
advertir que el tiempo de Brooker es el del terror y no el del romanticismo, el
de la emulación y no el de la emoción. El arte de poner en tela de juicio el
romanticismo, el encantamiento, de la narración. Todas las historias contadas
hablan de un regreso, pero solo una de ellas lo afronta como una carga que nos
recuerda nuestra incapacidad para saber cómo tratarlo. Entre 1944, año en el
que termina una historia, y 2012, se ha producido un cambio; una imagen ha
sustituido a la otra, el temblor por el terror. La mañana de verano en la que
Tadao dibuja castillo en el cielo deja paso a la tarde otoñal en la que Martha
descubre, a través de un intruso en el altillo de su hogar, el peso de sus recuerdos. Todas las historias
descubren un problema espacial: dónde poner aquella porción de memoria que
traemos de vuelta a la vida. Todas las historias describen un regreso. La mía
empieza con las primeras luces de una mañana de domingo.
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