miércoles, 22 de enero de 2014

Nuestra Ítaca


El año en el que aprendí a amar las pequeñas bellezas

Todos tenemos una Ítaca o, al menos, ese sentimiento de pertenencia, emocional o geográfica, sobre un lugar. Lo difícil, en ocasiones, consiste en explicar el vínculo sensible que nos une con ese espacio. Mi Ítaca tiene un nombre inventado y un territorio reconocible: Dillon y Texas, la población donde un puñado de muchachos despertará a la vida durante las cinco temporadas de Friday Night Lights. No engaño a nadie cuando digo que es la serie sobre la que más veces he escrito, por lo que volver a hacerlo tendrá, por fuerza, algo de regreso al pasado. Esta es la historia de su descubrimiento.

En 2004 Peter Berg estrenaba su tercera película, la adaptación de un trabajo periodístico que su primo, Buzz Bissinger, llevó a cabo alrededor de la vida de Odessa, una población de Texas, y los Permian High Panthers, su equipo juvenil de fútbol americano. Tardé un par de años en descubrir la película, en parte gracias a lo mucho que me había gustado El tesoro del Amazonas, y tardé otros tantos en apreciarla. A modo de prólogo para aquel re-descubrimiento, en 2007, cuando cubría conciertos para una revista digital ya desaparecida, asistí al único bolo que el grupo tejano Explosions in the Sky ofreció en Valencia. Acudí espoleado por una amiga que me había pasado una de sus canciones, First breath after coma, y por lo poco que había averiguado por mi cuenta. En aquel momento no llegué a establecer la relación entre su música y el cine de Peter Berg, pero sí recuerdo aquel concierto como uno de las experiencias más sensoriales de mi vida; recuerdo cómo el sonido robusto de sus tres guitarras (más tarde dos y un bajo eléctrico) encapsulaba paisajes de belleza glauca, terrestre, extrañamente familiar, como si cada tema se arremolinase en ese lugar secreto donde habita nuestra memoria.

La historia, sin embargo, daría un nuevo salto temporal hasta 2009. Por aquel entonces coordinaba el número especial de una revista que, entre otros temas, iba a dedicar un monográfico a las series de televisión. Entre los artículos figuraba uno dedicado a un drama deportivo cuyo episodio piloto estaba considerado uno de los mejores de la televisión reciente. Con el recuerdo todavía fresco de la película, no tardé demasiado en darle una oportunidad a la primera temporada de la serie. Empezaba, así, a conocer a los Saracen, Riggins, Williams, Street y, sobre todo, al coach Eric Taylor. Cómo dejar de ver una serie que ya en el primer episodio te zambulle en ese microcosmos de amistad y exigencia, que mezcla la ambición olímpica de quien puede llegar a lo más alto con la inocencia salvaje del que se aventura, un poco a tientas, en la madurez. Con todo, Friday Night Lights terminó en ese punto, quizá por voluptuosidades del ánimo que me llevaron a escoger otra serie para suplir el hueco.

Una laguna quedó instalada desde aquel contacto temprano y su posterior recuperación. Y aquí, a riesgo de dinamitar la progresión del relato, pues aún no he explicado los motivos de mi elección, entra en escena la que podría considerar mi segunda Ítaca: Portland. También podría decir Aaron Katz, cuyo cine y cuya forma de ver la vida ocupan un lugar en mi interior. La ciudad que dibuja su obra, la calidez, la ternura o la confianza con la que reviste a sus personajes, esas microcápsulas donde uno encuentra la convicción necesaria para afrontar sus propios conflictos. En fin, eso que a veces cuesta encontrar en el cine, vulgarmente llamado sinceridad, y que en los trabajos de Katz es como la respiración de sus protagonistas.

Katz, cuyas películas podrían describir los últimos meses de 2011 y los comienzos de 2012, es el punto que une en la distancia aquellos encuentros iniciales con FNL y su recuperación tantos años después. Si en 2009 la coordinación de una revista me llevó hasta la serie de Peter Berg, en 2012 fue una entrevista con Aaron Katz la que solidificó aquella vieja relación. En el cuestionario que le habíamos hecho -un matiz importante: pocas historias valen la pena si luego no pueden compartirse-, Katz respondió a la pregunta por las obras que más le gustaban o le habían podido influir con, entre otros nombres, Friday Night Lights. Curioso, ¿verdad? Las temporadas 1 y 3, para ser exactos, que abarcaban el cierre del primer gran arco de la ficción y, por decirlo de una manera diplomática, eludían la enajenación mental transitoria del grupo de guionistas que urdió la segunda temporada.

Esa euforia que reunía en el mismo espacio un amor del presente con un recuerdo del pasado fue la espita que desencadenó a Friday Night Lights del limbo en el que había permanecido. En los meses siguientes, hasta el verano de ese mismo año, cada temporada de la serie fue un acontecimiento vivido con una intensidad emocional fuera de toda lógica; la misma, por ejemplo, que podíamos sentir ante la lesión de Street, cuando todos los jugadores hincan la rodilla en el suelo y el estadio de los Panthers guarda silencio ante la lesión de su estrella; o cuando smash Williams corre con esa autoridad deportiva que le hace superar la espalda de cada rival que se entromete en su camino hacia la línea de puntuación. En resumen, uno de esos raros ejemplos en los que una ficción despierta un entusiasmo tan enorme que deja tras de sí una huella indeleble. Una huella que, durante 2012, siempre marcó su camino hacia el imaginario pueblo de Dillon, en Texas.

Lo que me interesa del cine de Berg, va siendo hora de explicarlo, es su capacidad, sea en un contexto deportivo o en uno bélico, de vindicar un espíritu de cooperación, de auto-perfeccionamiento, de valor y de nobleza; también, por qué no, de tratar con humor los géneros cinematográficos más nacionalistas. Ninguna ficción sobre la guerra de Irak se ha acercado con tanta ecuanimidad a la realidad como La sombra del reino. Sin embargo, el gran mérito de Berg ha sido cuajar todo ese estilo propio en el corazón de un pueblo y de unos personajes como los que habitan en Dillon; en saber cómo derramar su visión del mundo sobre ese territorio poblado de valles y prospecciones, cuya veneración por el fútbol es tan tierna como irracional, donde un entrenador es también un padre y un general y los adolescentes bregan con el balón y corren la línea de yardas como quien combate en una carlinga y atraviesa el Atlántico por primera vez. Un campo de batalla donde se experimenta, como nunca antes has visto, el proceso de maduración de la vida.

Al empezar el texto comentaba que lo difícil consiste en explicar el vínculo sensible que nos une con un espacio determinado. Si hay un personaje de Friday Night Lights que define, por encima del resto, la esencia de Dillon, ese es Tim Riggins. Por eso, cuando alguien me pregunta cuál es mi momento favorito de la serie, siempre cito el siguiente: al concluir su periodo escolar, Riggins tiene la posibilidad de ir a la universidad y jugar en el equipo de esa liga. Sin embargo, apenas aguanta unos días allí para regresar a Dillon. En comparación a Ulises, su vuelta a Ítaca abarca menos tiempo. Pero qué brutalmente honesto es ese viaje a casa, con qué coherencia perfila a un personaje que nunca dejará de dar tumbos durante la serie mientras intenta lograr aquello que muy pocos consiguen: echar raíces, tener ese sentimiento de propiedad y pertenencia sobre un lugar que ha sentido allí, a su lado, como parte de él, durante toda su vida. Para los que no creemos en patrias, la sensibilidad de ese deseo es, tal vez, una de las cosas más hermosas que haya producido la serie creada por Peter Berg.

Hay un movimiento en Friday Night Lights que nunca pasa desapercibido. En cada plano, sobre todo en aquellos de conjunto, la cámara se esmera por repartir su espacio entre los personajes y el paisaje que los cobija; es su manera de detectar las dos grandes fuerzas que mueven la serie: las emociones y la identidad; los hombres y su lugar. Por eso, en el último episodio de la serie, Riggins aparece junto a su hermano construyendo la que será su futura casa. En una pausa, ambos comparten una cerveza tibia mientras contemplan el sol que empieza a ponerse. La cámara, a todo esto, se las apaña para colocarlos junto al esqueleto del nuevo hogar, en una imagen que prolonga el sentimiento de pertenencia y comunión con una tierra que, al final, han conseguido hacer suya.

Uno de los sentimientos que anuncia la madurez estriba en encontrar un lugar en el mundo. Podéis utilizar la fórmula más oportuna, ya sea en términos personales o apelando a la pura pragmática. Sin embargo, hay en ese proceso otro paso que, cuando de verdad penetras en la madurez, se manifiesta plenamente; un paso que podría describir toda la travesía de Tim Riggins hasta asentarse en Dillon o mi accidentada historia con la serie de Peter Berg durante estos años. La posibilidad de compartir esa Ítaca, la confianza y la unión que generan, que son a la postre el pegamento que junta los últimos coletazos de la adolescencia con los primeros de la vida adulta. Esa sensibilidad, que paradójicamente se representa a través de un microcosmos completamente alejado del nuestro, es la que dibuja el vínculo que establecemos, las raíces que creamos y la pertenencia que sentimos dentro de nosotros. La historia de mi Ítaca, en definitiva, es la historia de la conquista de ese sentimiento.


En 2012, Father John Misty publicaba Fear fun, un álbum al que he vuelto en numerosas ocasiones desde entonces. De entre todos sus temas, creo que O I Long to Feel Your Arms Around Me es el que mejor puede reflejar los espíritus de una serie como Friday Night Lights  y de un texto como este. El abrazo, largamente deseado y continuamente aplazado, que a veces solo tiene lugar por unos segundos y que, siempre, desprende esa clase de intensidad emocional que uno solo puede sentir con lo que ama. Por eso, en mi memoria, 2012 fue el año en el que aprendí a amar las pequeñas bellezas. Y esto, como decían en otro libro, describe una lección vital: el tiempo que cuesta alcanzar lo más elemental.