En El afán de la verdad, una nota breve que acompaña a la edición de
las Jornadas de lectura de Marcel
Proust, el autor francés Pierre Bergounioux dedica unas palabras a propósito
del intervalo que abarcó la escritura de En
busca del tiempo perdido. Ese paréntesis, que comprende casi tres décadas y
un cambio de siglo, revela en el joven Marcel la búsqueda de una verdad que,
una vez madurada, encontrará en su interior. Porque, ante todo, la historia de
Proust, dirá Bergounioux, está escrita desde el coraje, no desde la
inteligencia; desde los años que tardará en fermentar una imagen propia del
mundo. Así, la elipsis que representa esa intención precoz —ambiciosa, inocente
y también arrogante— que culmina con una obra adulta es, sin duda, la mejor síntesis
del oficio de escribir sobre cada pequeño detalle que interviene en nuestra
realidad.
Otra historia comienza durante un
paseo nocturno en mayo. Hablamos con entusiasmo sobre cine, sobre la pasión del
cine, sobre el apasionamiento de determinados cineastas. Recuerdo un mes
perdido de 2007 durante el cual descubrí Friday
Night Lights. Recuerdo el shock inicial
que me produjo su episodio piloto, una inmersión en el entorno de Dillon
(Texas) y su comunidad volcada en el fútbol americano. Recuerdo esa primera
decisión de guion que acaba con la carrera del quarterback estrella del equipo
para iniciar la carrera hacia la leyenda de ese microcosmos humano: rodillas
hincadas, inocencia olímpica, infantilmente salvaje, que dibujan con tanto
cariño como pasión la importancia del deporte como motor de todo un pueblo.
Aquel 2007 descubrí, mientras
escribía reseñas breves de música, la obra del grupo tejano Explosions in the Sky. Me gustaban los
títulos de sus temas, pues cada uno evocaba vastos universos íntimos que podían
describir gestos tan diminutos e invisibles como el último esfuerzo creativo
antes del aliento final. El sonido robusto de sus tres guitarras (más tarde dos
y un bajo eléctrico) encapsulaba paisajes de belleza glauca, terrestre,
extrañamente familiar, como si cada tema se arremolinase en ese lugar secreto
donde habita nuestra memoria. Aquel 2007 supuso un viaje de ida y vuelta a
Dillon, un encuentro primerizo con la fascinación que despierta la mitología
americana (el fútbol, las relaciones humanas en núcleos tradicionalmente
conservadores, el relieve de las figuras paternas como vectores de nuestra
educación sentimental). Una primera huella que, como los títulos de las
canciones de Explosions in the Sky, permanecería
fresca en forma de promesa de escribir algún día sobre la belleza de los gestos
que componen la realidad.
Esa noche de mayo hablamos del
valor, del viejo sentimiento de nobleza que transmite la reacción de los
jugadores ante la lesión de su compañero. De pronto, el escenario de Dillon se
transmuta en epopeya de un pueblo que ha depositado su identidad colectiva en
el terreno de juego. Su energía eleva a los jugadores a la categoría de héroes
modernos, que batallan sobre la línea de cincuenta yardas para visar su futuro.
Ese instante, en el que los cuerpos flotan sobre el tapiz antes de chocar
violentamente en un placaje, combina su extraordinario lirismo con su trágica
visión del mundo: los adolescentes protagonistas rozarán con sus dedos una
primera madurez para la que no están preparados, como tampoco lo estaban
aquellos adolescentes que el ejército norteamericano situó en las carlingas de
sus bombarderos durante la gran guerra. Pierre Bergounioux rememora en B57-G la lluvia de pájaros de fuego
sobre los bosques de Verdún y alrededores. Para un tal Smith, criado entre
campos de centeno, cuya visión del mundo se reduce a la cosecha de trigo que
recoge con sus manos expertas, el viaje a través del Atlántico consiste en la
elipsis fundacional. Un salto que conecta dos realidades opuestas, la pequeña
Ítaca familiar y el mundo cuyo desarrollo nunca parece afectarnos: el grano de
trigo aprende a convivir con la bola de fuego del fuselaje ametrallado por la
aviación alemana. Reconocemos la pérdida de nuestra inocencia.
Hablamos de Dillon, de cómo su
obsesivo marcaje sobre el deporte hace que olvidemos que la mayoría de
protagonistas son apenas adolescentes. No en vano, la serie lleva a cabo un
énfasis especial a la hora de definir a sus dos personajes centrales, el
matrimonio Taylor, como esos padres que modularán el carácter del pueblo. Los
niños salvajes, construidos al calor de la idiosincrasia de la comunidad —éxito
deportivo, glorificación nostálgica de una victoria efímera que representa una
pequeña porción de nuestra vida—, necesitan a esa figura paterna que les ayude
a canalizar su potencial para obtener algo más allá del triunfo pasajero;
necesitan a esa figura materna para romper el cordón umbilical que les une a
una serie de estereotipos basados en el pensamiento a corto plazo. Dillon se
inscribe en esa mitología americana que todavía exalta, como episodios de una poética
singular, la belleza de beber una cerveza templada mientras observamos desde
una posición privilegiada el ocaso del día; de las máquinas que perforan el
suelo rústico mientras liberan ese polvo acre que se nos pega en la garganta;
del Alamo Freeze y sus mesas de
aglomerado y formica en las que, cada tarde, tomamos un batido o una
hamburguesa mientras hacemos tiempo para que llegue el viernes noche.
Escribo, nos escribimos, seguimos
hablando de Friday Night Lights. Hablamos
de esos momentos íntimos que la cámara parece captar de casualidad, como esa
bandada de pájaros que organiza su dirección de vuelo mientras tiene lugar el
entrenamiento vespertino del equipo. Hablamos de Tammi Taylor, de cómo la
segunda temporada parece empeñada en convertirla en una neurótica incapaz de
mantener su equilibrio tras la ausencia laboral de Eric; de cómo la serie se
obstina en tomar malas decisiones capítulo a capítulo. Pienso en los dos amigos
de Ahora sabréis lo que es correr, de
Dave Eggers, en su huída sin rumbo ni dirección, zigzagueando por África
mientras resuelven qué hacer con sus vidas. También la serie necesita, tras una
primera temporada excelente, zigzaguear un poco para saber qué hacer con su
historia. Sabemos que Eric volverá a Dillon, a los Panthers, a ese microcosmos
enternecedor que, de buena mañana, empieza con la voz del locutor del programa
deportivo acompañando las imágenes del pueblo. Todo estará allí donde lo
dejamos por última vez, aunque notemos la presencia del que tal vez sea uno de
los elementos de la serie: la cuidadosa manera de tratar el paso del tiempo,
que produce la fermentación de una imagen propia del mundo.
Un día, cuando todavía recordamos
aquella noche de mayo, nos preguntamos si existen otras ficciones, como Friday Night Lights, que no buscan la
identificación con los personajes, sino facilitarnos la posibilidad de
acompañarlos en su travesía. Nos imaginamos siguiendo, casi pegados a su
espalda, la carrera de “Smash” Williams, el wide
reciever de los Panthers, hacia el touchdown
de la victoria. Sentimos su pulso descontrolado, la ceguera parcial que produce
la adrenalina disparada, su manera de desplazar, de un manotazo autoritario, a
cada linebacker que pretende impedir
la anotación. La imagen parpadea, cambia de plano para mostrarnos a Eric y al
resto del staff técnico siguiendo con sus miradas un movimiento al que
continuamos pegados. A veces ralentiza su velocidad para enseñarnos cómo son
los propios entrenadores los que acompañan a su jugador desde la línea técnica
proporcionándole el aliento para culminar la jugada. Puede que ese movimiento
que la serie suele mostrar a cámara lenta sea el signo que buscábamos para
comprobar que allí no hay lugar para abandonar a nadie. La propia serie se
aferra a sus personajes, los trata con un respeto insólito para un retrato
televisivo sobre adolescentes.
Excepto Tim Riggins, cada uno de
los protagonistas encontrará su lugar en el mundo, en el fútbol universitario o
desarrollando sus aptitudes creativas. En cambio, Tim regresará a Dillon tras
abandonar sus estudios, persiguiendo la fuerza de atracción que le hace sentir
el pueblo. Recordamos aquel “Texas Forever” que pronuncia en medio de la
hoguera nocturna pre-partido, mientras descubre que no hay mejor vida que en
Dillon. Recordamos que su vuelta al pueblo parece la de Ulises a Ítaca,
forzando el motor de su vieja camioneta para observar, cuanto antes, los
primeros trazos sobre la carretera de ese paisaje familiar: los pequeños valles
perdidos, las canteras de piedra en las que alguna vez aplastó latas vacías de
cerveza… Nadie como Tim escribiría mejor la balada del pueblo, la épica de esas
vidas minúsculas y apacibles.
La historia escribe su primer
punto una tarde de julio. Después de rozar una y otra vez su sueño de entrenar
a un equipo de mayor entidad, Eric acepta aparcar sus deseos para dejar que
esta vez sea Tammi quien sí pueda realizarlos. Pienso en El árbol de la vida y en una de sus imágenes más hermosas: la casa
anegada/vientre de la madre y el niño que intenta abrir la puerta de salida que
le comunicará con el nuevo hogar en el que está a punto de recalar. Esa imagen
nos invita a pensar que, pese a todos los avatares que rodean a nuestras vidas,
siempre conservamos aquellas casas —materiales y emocionales; el río de las
edades, como diría Bergounioux— que nos han visto crecer. Abandonamos Dillon, a
los Panthers y a los Lions, ese efímero equipo que logró destronarlos. Pero
conservamos ese primer hogar que nos permite buscar el siguiente, esa primera
ficción de cuyo final nacerá la siguiente.
Una tarde de julio, Vince Howard,
el quarterback estrella de los Lions, lanza el último envío del partido. El
balón vuela, de forma casi sobrenatural, mientras seguimos las miradas de cada
personaje. Una elipsis separa ese último envío de sus consecuencias, de ese
futuro que está construyéndose a medida que el balón pierde velocidad y
definición y se acerca a la zona de puntos. Este último instante durará ocho
meses en las vidas de sus protagonistas. Disfrutamos por última vez de la
belleza de Dillon, del viento que mece nuestras espaldas, del cálido sol que se
oculta cuando finaliza el entrenamiento y la lluvia fina que acaricia nuestras
nucas. Tim comienza la construcción de su nueva casa, bebe junto a su hermano
mientras disfrutan de las primeras luces de la noche. Recordamos aquella noche
de mayo, todo lo que ha sucedido en apenas dos meses. Dos meses, dos parpadeos,
dos instantes que describen la belleza de los pequeños detalles, de ese río de
acontecimientos que remolca (y retoma) cada experiencia de nuestras vidas. Una
historia termina para poder empezar a escribir la siguiente.