domingo, 22 de julio de 2012

Historia de una elipsis



En El afán de la verdad, una nota breve que acompaña a la edición de las Jornadas de lectura de Marcel Proust, el autor francés Pierre Bergounioux dedica unas palabras a propósito del intervalo que abarcó la escritura de En busca del tiempo perdido. Ese paréntesis, que comprende casi tres décadas y un cambio de siglo, revela en el joven Marcel la búsqueda de una verdad que, una vez madurada, encontrará en su interior. Porque, ante todo, la historia de Proust, dirá Bergounioux, está escrita desde el coraje, no desde la inteligencia; desde los años que tardará en fermentar una imagen propia del mundo. Así, la elipsis que representa esa intención precoz —ambiciosa, inocente y también arrogante— que culmina con una obra adulta es, sin duda, la mejor síntesis del oficio de escribir sobre cada pequeño detalle que interviene en nuestra realidad.

Otra historia comienza durante un paseo nocturno en mayo. Hablamos con entusiasmo sobre cine, sobre la pasión del cine, sobre el apasionamiento de determinados cineastas. Recuerdo un mes perdido de 2007 durante el cual descubrí Friday Night Lights. Recuerdo el shock inicial que me produjo su episodio piloto, una inmersión en el entorno de Dillon (Texas) y su comunidad volcada en el fútbol americano. Recuerdo esa primera decisión de guion que acaba con la carrera del quarterback estrella del equipo para iniciar la carrera hacia la leyenda de ese microcosmos humano: rodillas hincadas, inocencia olímpica, infantilmente salvaje, que dibujan con tanto cariño como pasión la importancia del deporte como motor de todo un pueblo.

Aquel 2007 descubrí, mientras escribía reseñas breves de música, la obra del grupo tejano Explosions in the Sky. Me gustaban los títulos de sus temas, pues cada uno evocaba vastos universos íntimos que podían describir gestos tan diminutos e invisibles como el último esfuerzo creativo antes del aliento final. El sonido robusto de sus tres guitarras (más tarde dos y un bajo eléctrico) encapsulaba paisajes de belleza glauca, terrestre, extrañamente familiar, como si cada tema se arremolinase en ese lugar secreto donde habita nuestra memoria. Aquel 2007 supuso un viaje de ida y vuelta a Dillon, un encuentro primerizo con la fascinación que despierta la mitología americana (el fútbol, las relaciones humanas en núcleos tradicionalmente conservadores, el relieve de las figuras paternas como vectores de nuestra educación sentimental). Una primera huella que, como los títulos de las canciones de Explosions in the Sky, permanecería fresca en forma de promesa de escribir algún día sobre la belleza de los gestos que componen la realidad.

Esa noche de mayo hablamos del valor, del viejo sentimiento de nobleza que transmite la reacción de los jugadores ante la lesión de su compañero. De pronto, el escenario de Dillon se transmuta en epopeya de un pueblo que ha depositado su identidad colectiva en el terreno de juego. Su energía eleva a los jugadores a la categoría de héroes modernos, que batallan sobre la línea de cincuenta yardas para visar su futuro. Ese instante, en el que los cuerpos flotan sobre el tapiz antes de chocar violentamente en un placaje, combina su extraordinario lirismo con su trágica visión del mundo: los adolescentes protagonistas rozarán con sus dedos una primera madurez para la que no están preparados, como tampoco lo estaban aquellos adolescentes que el ejército norteamericano situó en las carlingas de sus bombarderos durante la gran guerra. Pierre Bergounioux rememora en B57-G la lluvia de pájaros de fuego sobre los bosques de Verdún y alrededores. Para un tal Smith, criado entre campos de centeno, cuya visión del mundo se reduce a la cosecha de trigo que recoge con sus manos expertas, el viaje a través del Atlántico consiste en la elipsis fundacional. Un salto que conecta dos realidades opuestas, la pequeña Ítaca familiar y el mundo cuyo desarrollo nunca parece afectarnos: el grano de trigo aprende a convivir con la bola de fuego del fuselaje ametrallado por la aviación alemana. Reconocemos la pérdida de nuestra inocencia.

Hablamos de Dillon, de cómo su obsesivo marcaje sobre el deporte hace que olvidemos que la mayoría de protagonistas son apenas adolescentes. No en vano, la serie lleva a cabo un énfasis especial a la hora de definir a sus dos personajes centrales, el matrimonio Taylor, como esos padres que modularán el carácter del pueblo. Los niños salvajes, construidos al calor de la idiosincrasia de la comunidad —éxito deportivo, glorificación nostálgica de una victoria efímera que representa una pequeña porción de nuestra vida—, necesitan a esa figura paterna que les ayude a canalizar su potencial para obtener algo más allá del triunfo pasajero; necesitan a esa figura materna para romper el cordón umbilical que les une a una serie de estereotipos basados en el pensamiento a corto plazo. Dillon se inscribe en esa mitología americana que todavía exalta, como episodios de una poética singular, la belleza de beber una cerveza templada mientras observamos desde una posición privilegiada el ocaso del día; de las máquinas que perforan el suelo rústico mientras liberan ese polvo acre que se nos pega en la garganta; del Alamo Freeze y sus mesas de aglomerado y formica en las que, cada tarde, tomamos un batido o una hamburguesa mientras hacemos tiempo para que llegue el viernes noche.

Escribo, nos escribimos, seguimos hablando de Friday Night Lights. Hablamos de esos momentos íntimos que la cámara parece captar de casualidad, como esa bandada de pájaros que organiza su dirección de vuelo mientras tiene lugar el entrenamiento vespertino del equipo. Hablamos de Tammi Taylor, de cómo la segunda temporada parece empeñada en convertirla en una neurótica incapaz de mantener su equilibrio tras la ausencia laboral de Eric; de cómo la serie se obstina en tomar malas decisiones capítulo a capítulo. Pienso en los dos amigos de Ahora sabréis lo que es correr, de Dave Eggers, en su huída sin rumbo ni dirección, zigzagueando por África mientras resuelven qué hacer con sus vidas. También la serie necesita, tras una primera temporada excelente, zigzaguear un poco para saber qué hacer con su historia. Sabemos que Eric volverá a Dillon, a los Panthers, a ese microcosmos enternecedor que, de buena mañana, empieza con la voz del locutor del programa deportivo acompañando las imágenes del pueblo. Todo estará allí donde lo dejamos por última vez, aunque notemos la presencia del que tal vez sea uno de los elementos de la serie: la cuidadosa manera de tratar el paso del tiempo, que produce la fermentación de una imagen propia del mundo.

Un día, cuando todavía recordamos aquella noche de mayo, nos preguntamos si existen otras ficciones, como Friday Night Lights, que no buscan la identificación con los personajes, sino facilitarnos la posibilidad de acompañarlos en su travesía. Nos imaginamos siguiendo, casi pegados a su espalda, la carrera de “Smash” Williams, el wide reciever de los Panthers, hacia el touchdown de la victoria. Sentimos su pulso descontrolado, la ceguera parcial que produce la adrenalina disparada, su manera de desplazar, de un manotazo autoritario, a cada linebacker que pretende impedir la anotación. La imagen parpadea, cambia de plano para mostrarnos a Eric y al resto del staff técnico siguiendo con sus miradas un movimiento al que continuamos pegados. A veces ralentiza su velocidad para enseñarnos cómo son los propios entrenadores los que acompañan a su jugador desde la línea técnica proporcionándole el aliento para culminar la jugada. Puede que ese movimiento que la serie suele mostrar a cámara lenta sea el signo que buscábamos para comprobar que allí no hay lugar para abandonar a nadie. La propia serie se aferra a sus personajes, los trata con un respeto insólito para un retrato televisivo sobre adolescentes.

Excepto Tim Riggins, cada uno de los protagonistas encontrará su lugar en el mundo, en el fútbol universitario o desarrollando sus aptitudes creativas. En cambio, Tim regresará a Dillon tras abandonar sus estudios, persiguiendo la fuerza de atracción que le hace sentir el pueblo. Recordamos aquel “Texas Forever” que pronuncia en medio de la hoguera nocturna pre-partido, mientras descubre que no hay mejor vida que en Dillon. Recordamos que su vuelta al pueblo parece la de Ulises a Ítaca, forzando el motor de su vieja camioneta para observar, cuanto antes, los primeros trazos sobre la carretera de ese paisaje familiar: los pequeños valles perdidos, las canteras de piedra en las que alguna vez aplastó latas vacías de cerveza… Nadie como Tim escribiría mejor la balada del pueblo, la épica de esas vidas minúsculas y apacibles.

La historia escribe su primer punto una tarde de julio. Después de rozar una y otra vez su sueño de entrenar a un equipo de mayor entidad, Eric acepta aparcar sus deseos para dejar que esta vez sea Tammi quien sí pueda realizarlos. Pienso en El árbol de la vida y en una de sus imágenes más hermosas: la casa anegada/vientre de la madre y el niño que intenta abrir la puerta de salida que le comunicará con el nuevo hogar en el que está a punto de recalar. Esa imagen nos invita a pensar que, pese a todos los avatares que rodean a nuestras vidas, siempre conservamos aquellas casas —materiales y emocionales; el río de las edades, como diría Bergounioux— que nos han visto crecer. Abandonamos Dillon, a los Panthers y a los Lions, ese efímero equipo que logró destronarlos. Pero conservamos ese primer hogar que nos permite buscar el siguiente, esa primera ficción de cuyo final nacerá la siguiente.

Una tarde de julio, Vince Howard, el quarterback estrella de los Lions, lanza el último envío del partido. El balón vuela, de forma casi sobrenatural, mientras seguimos las miradas de cada personaje. Una elipsis separa ese último envío de sus consecuencias, de ese futuro que está construyéndose a medida que el balón pierde velocidad y definición y se acerca a la zona de puntos. Este último instante durará ocho meses en las vidas de sus protagonistas. Disfrutamos por última vez de la belleza de Dillon, del viento que mece nuestras espaldas, del cálido sol que se oculta cuando finaliza el entrenamiento y la lluvia fina que acaricia nuestras nucas. Tim comienza la construcción de su nueva casa, bebe junto a su hermano mientras disfrutan de las primeras luces de la noche. Recordamos aquella noche de mayo, todo lo que ha sucedido en apenas dos meses. Dos meses, dos parpadeos, dos instantes que describen la belleza de los pequeños detalles, de ese río de acontecimientos que remolca (y retoma) cada experiencia de nuestras vidas. Una historia termina para poder empezar a escribir la siguiente.