En una de las estanterías de la
sección infantil de la biblioteca hay un minúsculo departamento donde han
reunido libros y revistas sobre contenidos musicales. Quizá por falta de
espacio, un libro con canciones de Bruce Springsteen convive en la misma repisa
con esos grandes desplegables de ilustraciones troqueladas que sirven como
guías de iniciación a la lectura durante los primeros años. Allí, en mitad de
los cuadernos para exploradores, encontré una edición con las letras traducidas
de algunos álbumes de Léo Ferré. Hace tiempo que su voz se ha convertido en una
compañera habitual, entre el grito y los susurros, la nostalgia y los relatos
del amor más cotidiano. Qué hermosa esa noche que
Es un amor que muere
Apenas se hace
Son mil años de felicidad
En un beso apresurado
Es una muchacha que ha perdido
La única flor que tenía
Y que espera en la calle
Por si acaso la encuentra
Léo, con su intensidad que le
hace atropellar las palabras, como si las estrangulase mientras saca de ellas todo
el sentimiento que esconden, entre el recitado y la canción. Léo, que se
arrastra por el desconsuelo, por las heridas, que escribe sobre la voz, los
ojos, el vientre, el mar, la esperanza o el tiempo que pasa. Léo, que habla de
los amantes tristes y de las noches, de la oscuridad y la soledad. Léo, al que
a veces no entiendo porque va demasiado deprisa, cuyos paisajes musicales
parecen pintar un almuerzo de faunos y criaturas fantásticas, aunque los haya
escrito mientras asomaba la cabeza por la ventana de su habitación en la Alta Normandía.
A veces, mi madre me acompaña a devolver
los libros a la biblioteca. En el camino de vuelta andamos zigzagueando por los
barrios, entre calles y avenidas. Nos paramos ante la puerta tapiada de un antiguo
comercio, ante la fachada rehabilitada de un colegio oficial o el escaparate de
diseño de una pastelería. Siempre le pido que me cuente lo que hubo y todavía
recuerda, porque sé que se trata de una interferencia, casi un parpadeo, que se
entromete insistentemente en lo que hay; que se resiste a desaparecer, porque
de esa manera desaparecerían demasiadas cosas.
Mientras paseamos, me explica sus
ganas de empezar a aprender dibujo japonés, para lo que se ha sacado unos
cuantos manuales; también, si tiene tiempo, le gustaría dar forma a varias
ideas que ha anotado en uno de sus blocs. A menudo, le anima la posibilidad de
enviar un relato breve a alguno de los concursos que lee en las revistas; cosas
de poca importancia, donde la forma literaria no es lo fundamental. Le propongo
que escriba sobre todo aquello que me está contando durante el paseo, lo que ha
cambiado pero aún mantiene una pequeña llamita en su memoria. Le ayudaré a
pasarlo a limpio, si se atreve a volcarlo sobre el papel. Ella me dice que no
está del todo segura, que en el fondo no es nada nuevo que alguien utilice la
escritura para expresar sus recuerdos. Tiene razón, pero soy muy terco. Así
que, para tratar de convencerla, le cuento que uno de los primeros instantes
-admito mi incapacidad para cifrar una fecha- que tengo de ella es cantando,
con apenas un hilo de voz, una nana antes de dormirme. Por qué no, le dejo
caer, escribir sobre su memoria a través de la música que ha formado parte de
cada uno de esos episodios.
Unos días después, cuando vuelvo
a casa, mi madre me dice que tiene más o menos claro cómo empezar su relato, en
qué momento y con qué canción. Enciendo el ordenador y abro un documento en
blanco, no sin antes prometerle que, a diferencia de otras ocasiones, esta vez
no voy a modificar nada de lo que me dicte. Si aparezco, afirmo, será como otra
voz dentro del texto. Así que tomo su palabra y dejo que sea ella quien
continúe la historia con el siguiente episodio.
Invierno de 1969. Tiempo de amor, de
Juan y Junior
«Abrir un cine de versión
original no era algo común en la ciudad, que poco a poco se iba acostumbrando a
algo así como la modernidad cultural. Uno de los primeros fue el Aula 7, que
estaba junto al pasaje de General Sanmartín. Había empezado a salir con Carmelo
por aquellas fechas, y no sé cómo pero se le ocurrió que fuésemos a ver Arroz amargo, de Giuseppe de Santis, que
llegaba veinte años después de su estreno en Italia. Cuando me llevaba a casa,
recuerdo que escuchábamos a Juan y Junior. A los dos nos gustaban Los Bravos, y
lo cierto es que cuando se convirtieron en dúo lanzaron canciones tan preciosas
como Tiempo de amor. Así que el
antiguo Aula 7 fue, en muchos sentidos, el lugar de ese tiempo de amor, en esas
noches en las que nos abrazábamos con fuerza porque el coche no tenía
calefacción y aparcarlo en la calle lo había congelado. El Aula 7 aguantó más
de veinte años, en cambio, Juan y Junior se separaron unos meses después para
emprender sus carreras en solitario».
Otoño de 1975. S.O.S., de Abba
«Poco después de casarnos, abrió
en la calle del Mar un club llamado Manhattan, con ventanas tintadas en las que
aparecía la silueta de los rascacielos de Nueva York. En aquel momento salíamos
con varios matrimonios amigos los sábados. Según nos daba, cenábamos, tomábamos
alguna copa e intentábamos entrar en el Manhattan. La mayoría de veces nos
quedábamos en la puerta, porque no tardó en convertirse en uno de los locales
de moda -recuerdo una publicidad donde aparecían sus inmensos sillones de skay
y una entrevista a su propietario, Ricardo Alférez, donde decía que había
incorporado el mejor equipo de sonido de toda la ciudad- y era imposible
entrar. Al final, nos cansamos de repetir la rutina de cada fin de semana y,
simplemente, nos olvidamos de Manhattan. En otoño de 1975, no sé exactamente el
mes ni la fecha, pasamos con el coche por la puerta del club. Félix, el marido
de Isabel, mi mejor amiga, nos insistió para que probásemos suerte. Fue la
primera y la última vez que entramos en Manhattan, y siempre recordaré cómo
sonaba Abba y una chica bailaba, solitaria, disfrazada con una melena rubia
como la de Agnetha. A su lado, un hombre imitaba a Benny sentado al piano en
una especie de play-back. Ese mismo año, en la víspera del día de Navidad, detuvieron
a Ricardo Alférez acusado de haber simulado un incendio en el Manhattan. Aquel
local pasó de mano en mano, pero nadie volvió a imaginarlo como un club
nocturno. Creo que ese incendio también se llevó algo de la música y la
felicidad de aquella época, porque cada vez que paso por allí no puedo evitar
tararear las canciones de Abba».
Verano de 1978. Ancora, ancora, ancora,
de Mina
«Unos días antes de que acabase
julio cerró Naico, la fábrica de electrodomésticos en la que había trabajado
como secretaria durante los últimos cuatro años. Era una muerte anunciada, ya
que la empresa vivía a remolque de una producción casi artesanal cada vez más
mermada por las grandes compañías y las importaciones. Así que el propietario
prefirió no alargar la agonía y suspendió la actividad de la noche a la mañana.
Cuando salí del despacho, esa misma tarde, recuerdo que paseaba sola por la
recepción del edificio y creo que no me crucé con nadie hasta llegar al
aparcamiento exterior del recinto, donde quedarían unos pocos coches. Encendí
la radio del coche y, al saltar entre varias emisoras, escuché que Mina
anunciaba su retirada de la televisión cantando Ancora, ancora, ancora. Apenas iluminado, el edificio de Naico me
llevó a pensar en todo el tiempo que había estado trabajando allí y en lo poco
que había reparado en los detalles, en las amistades que nunca tuve y en esos
minutos antes del anochecer en los que caminaba sola hacia el aparcamiento.
Mina no era de mis cantantes favoritas, pero sí su canción, que mi madre -que
sabía tanto italiano como yo, y solo se quedaba con las melodías- creía que se
llamaba ancla, porque a veces mezclaba el valenciano con el castellano y esa es
la traducción de ancora. En realidad,
era otra canción de amor, de esas que entiendes instintivamente, porque no dejas
de identificarte con sus gestos. Sin embargo, esa noche, mientras echaba un
último vistazo a la fábrica donde había trabajado tantos años, también quise
pensar que aquella era un ancla, y que Mina me estaba animando a soltarla de
una vez para seguir con mi vida».
Primavera de 1980. Overs, de Simon and
Garfunkel
«Nunca comprábamos discos. Aunque
mis compañeros de oficina nos trajeron un tocadiscos como regalo de
inauguración de nuestro nuevo piso, tardamos bastante en usarlo. Carmelo solía
pasar por una tienda de música en la calle Ramiro de Maeztu, Discos Estefanía.
Un día pensó en comprar alguno, al menos para probar a ver cómo se escuchaba el
aparato. De regreso a casa, me dijo que la chica del mostrador -no sé si era
Estefanía, ni siquiera si aquello era un nombre o un apellido- le había dicho
que uno de los más vendidos era el Bookends
de Simon and Garfunkel. Quizá porque era el único que compramos en mucho
tiempo, se convirtió en nuestro disco favorito. Una tarde, mientras sonaba, los
dos nos quedamos mirando la habitación que siempre habíamos planificado para
nuestro hijo; cuatro pequeñas paredes con un armario empotrado y un espacio
para la cuna, la primera cama y nuestros sueños. En aquel momento sonaba Overs, una canción que dura lo que una
cerilla mientras se consume. En ese par de minutos de susurros y confesiones al
oído lanzamos nuestro deseo. Por desgracia, aquella pequeña habitación donde
habíamos hecho nuestros primeros planes de familia nunca llegó a ver una cuna.
Un par de años más tarde vendimos el piso de Pintor Abril para mudarnos a otra
casa. Aunque seguramente Bookends
sonaría muchas otras veces en el tocadiscos, ya no lo escuchamos de la misma
manera. Sin ser conscientes de lo que contaba la letra, nos dejamos llevar por
su melancolía».
Verano de 1982. Desde que tú te has ido,
de Mocedades
«Salíamos de ver en el cine Rex E.T. El extraterrestre y fuimos a cenar
unos bocadillos a Casa Gómez. En la televisión emitían un reportaje de
Mocedades, que hacía poco habían debutado en la CBS Internacional y añadían
todavía más proyección a su carrera. No sé si hay una canción que me guste más
que Desde que tú te has ido, en la
que la voz de Amaya Uranga es tan acogedora, tan delicada y firme, que consigue
sacar la belleza de un momento de puro desgarro. Pensamos en E.T. y en la promesa que le hacía al
niño de mantenerse siempre junto a él. Al fin y al cabo, ambas reflejaban
sentimientos parecidos. No sé si alguna vez quise ser cantante, pero siempre
que me tocaba cantarte algo para que durmieses me venía a la cabeza el
repertorio de Mocedades o el de Juan Pardo. Después de muchos intentos, casi
cuando íbamos a tirar la toalla, aquel verano, un poco antes de ir a ver E.T. conseguí quedarme embarazada.
Seguramente, Desde que tú te has ido
sea la canción, junto a Caballo de
batalla, que más veces haya cantado, a menudo casi entre susurros, al oído.
Me gusta pensar que es como esa promesa que hacía el niño de la película, la
clase de vínculo que nos permite seguir juntos».
Invierno de 1989. Vieja canción
de los astilleros, de origen popular
«El día que murió mi padre
recuerdo que entré en la habitación que tenían en casa de mi hermana, un poco
más tarde de la hora de comer. La semana anterior, el médico nos explicó que no
había nada que hacer y era mejor que pasase sus últimos días en casa. Mi madre
también estaba enferma, aunque consiguió aguantar cuatro años más. Acostado en
la cama que le había preparado mi hermana, me quedé sentada junto a él un buen
rato, tal vez dos horas, sin hablar; simplemente, nos observábamos. Recuerdo
que llevaba puesto un suéter de punto fino que, por algún motivo, tenía un
jirón en la manga derecha. Así que, en un momento dado, me acerqué y quise
arreglarle el descosido. En sus últimos años, lo recuerdo alguien muy frágil, como
una estatua hundida en su sillón, muy lejos de aquella figura voluminosa que
pasó media vida hundido en las tripas de los barcos para los que trabajaba como
parte del equipo de reparación. Le recuerdo llorando, desarmado, por los niños
de su generación que habían muerto durante la guerra; a veces, silbaba una
canción que había aprendido mientras trabajaba en los astilleros. No llegué a saber
que estaba muerto -en realidad, ¿existe algo así cuando uno padece una
enfermedad larga que lo apaga lentamente?-, mi hermana quiso quedarse con él
hasta que el médico certificó su fallecimiento de madrugada. Cuando salí de la
habitación, me crucé con la puerta abierta de la habitación de mi sobrino, que
intentaba concentrarse para estudiar. Me fijé que él también tenía un jirón en
la manga del suéter, pero me llamó la atención que, mientras se evadía de todo
el ambiente de la casa, silbaba aquella canción de mi padre. Entré para
arreglarle el descosido de la manga. Al volver a casa, al día siguiente, pensé
que había repetido el mismo gesto con unos minutos de diferencia. Creo que
escuchar aquel silbido de mi sobrino me ayudó a pensar que algo de mi padre
seguiría con vida tras su muerte».
La historia de mi madre no ha
dejado de crecer, entre épocas, canciones y recuerdos que no extinguen su trazo
en el tiempo. Cuando paseamos, incluso por esas zonas desnudas adornadas por
grúas y fachadas descascarilladas, nos queda la tentación de imaginar, como en
una proyección virtual, la vida que se arremolina en torno a esos vacíos. Aunque
mi vida ha pasado entre varias casas y varias ciudades, aún recuerdo con la
misma intensidad aquel sendero que construía desde mi habitación hasta la
cocina de mi primera casa con la colección de cuentos clásicos que usaba como
baldosas. A buen seguro, si tuviese que contar mi historia elegiría otras
canciones, pero es curioso cómo, tras volver a escuchar las de Léo Ferré, no
logro dejar de pensar en mi madre. Quizá en aquella habitación se
larvaron canciones de amor, de tristeza y combate; canciones de abrazos
partidos y besos robados, de mejillas tan frías como la luna y corazones que
hierven mientras se esfuma la noche. Pero cada vez que me preguntas por ellas,
solo se me ocurre decir que es la música de mi madre, la de mi nostalgia, la de
mi amor y mi tristeza. Y es así como no consigo olvidar, bajo una promesa que
el tiempo nunca puede quebrar. De otra manera, desaparecerían demasiadas cosas.