miércoles, 22 de enero de 2014

Nuestra Ítaca


El año en el que aprendí a amar las pequeñas bellezas

Todos tenemos una Ítaca o, al menos, ese sentimiento de pertenencia, emocional o geográfica, sobre un lugar. Lo difícil, en ocasiones, consiste en explicar el vínculo sensible que nos une con ese espacio. Mi Ítaca tiene un nombre inventado y un territorio reconocible: Dillon y Texas, la población donde un puñado de muchachos despertará a la vida durante las cinco temporadas de Friday Night Lights. No engaño a nadie cuando digo que es la serie sobre la que más veces he escrito, por lo que volver a hacerlo tendrá, por fuerza, algo de regreso al pasado. Esta es la historia de su descubrimiento.

En 2004 Peter Berg estrenaba su tercera película, la adaptación de un trabajo periodístico que su primo, Buzz Bissinger, llevó a cabo alrededor de la vida de Odessa, una población de Texas, y los Permian High Panthers, su equipo juvenil de fútbol americano. Tardé un par de años en descubrir la película, en parte gracias a lo mucho que me había gustado El tesoro del Amazonas, y tardé otros tantos en apreciarla. A modo de prólogo para aquel re-descubrimiento, en 2007, cuando cubría conciertos para una revista digital ya desaparecida, asistí al único bolo que el grupo tejano Explosions in the Sky ofreció en Valencia. Acudí espoleado por una amiga que me había pasado una de sus canciones, First breath after coma, y por lo poco que había averiguado por mi cuenta. En aquel momento no llegué a establecer la relación entre su música y el cine de Peter Berg, pero sí recuerdo aquel concierto como uno de las experiencias más sensoriales de mi vida; recuerdo cómo el sonido robusto de sus tres guitarras (más tarde dos y un bajo eléctrico) encapsulaba paisajes de belleza glauca, terrestre, extrañamente familiar, como si cada tema se arremolinase en ese lugar secreto donde habita nuestra memoria.

La historia, sin embargo, daría un nuevo salto temporal hasta 2009. Por aquel entonces coordinaba el número especial de una revista que, entre otros temas, iba a dedicar un monográfico a las series de televisión. Entre los artículos figuraba uno dedicado a un drama deportivo cuyo episodio piloto estaba considerado uno de los mejores de la televisión reciente. Con el recuerdo todavía fresco de la película, no tardé demasiado en darle una oportunidad a la primera temporada de la serie. Empezaba, así, a conocer a los Saracen, Riggins, Williams, Street y, sobre todo, al coach Eric Taylor. Cómo dejar de ver una serie que ya en el primer episodio te zambulle en ese microcosmos de amistad y exigencia, que mezcla la ambición olímpica de quien puede llegar a lo más alto con la inocencia salvaje del que se aventura, un poco a tientas, en la madurez. Con todo, Friday Night Lights terminó en ese punto, quizá por voluptuosidades del ánimo que me llevaron a escoger otra serie para suplir el hueco.

Una laguna quedó instalada desde aquel contacto temprano y su posterior recuperación. Y aquí, a riesgo de dinamitar la progresión del relato, pues aún no he explicado los motivos de mi elección, entra en escena la que podría considerar mi segunda Ítaca: Portland. También podría decir Aaron Katz, cuyo cine y cuya forma de ver la vida ocupan un lugar en mi interior. La ciudad que dibuja su obra, la calidez, la ternura o la confianza con la que reviste a sus personajes, esas microcápsulas donde uno encuentra la convicción necesaria para afrontar sus propios conflictos. En fin, eso que a veces cuesta encontrar en el cine, vulgarmente llamado sinceridad, y que en los trabajos de Katz es como la respiración de sus protagonistas.

Katz, cuyas películas podrían describir los últimos meses de 2011 y los comienzos de 2012, es el punto que une en la distancia aquellos encuentros iniciales con FNL y su recuperación tantos años después. Si en 2009 la coordinación de una revista me llevó hasta la serie de Peter Berg, en 2012 fue una entrevista con Aaron Katz la que solidificó aquella vieja relación. En el cuestionario que le habíamos hecho -un matiz importante: pocas historias valen la pena si luego no pueden compartirse-, Katz respondió a la pregunta por las obras que más le gustaban o le habían podido influir con, entre otros nombres, Friday Night Lights. Curioso, ¿verdad? Las temporadas 1 y 3, para ser exactos, que abarcaban el cierre del primer gran arco de la ficción y, por decirlo de una manera diplomática, eludían la enajenación mental transitoria del grupo de guionistas que urdió la segunda temporada.

Esa euforia que reunía en el mismo espacio un amor del presente con un recuerdo del pasado fue la espita que desencadenó a Friday Night Lights del limbo en el que había permanecido. En los meses siguientes, hasta el verano de ese mismo año, cada temporada de la serie fue un acontecimiento vivido con una intensidad emocional fuera de toda lógica; la misma, por ejemplo, que podíamos sentir ante la lesión de Street, cuando todos los jugadores hincan la rodilla en el suelo y el estadio de los Panthers guarda silencio ante la lesión de su estrella; o cuando smash Williams corre con esa autoridad deportiva que le hace superar la espalda de cada rival que se entromete en su camino hacia la línea de puntuación. En resumen, uno de esos raros ejemplos en los que una ficción despierta un entusiasmo tan enorme que deja tras de sí una huella indeleble. Una huella que, durante 2012, siempre marcó su camino hacia el imaginario pueblo de Dillon, en Texas.

Lo que me interesa del cine de Berg, va siendo hora de explicarlo, es su capacidad, sea en un contexto deportivo o en uno bélico, de vindicar un espíritu de cooperación, de auto-perfeccionamiento, de valor y de nobleza; también, por qué no, de tratar con humor los géneros cinematográficos más nacionalistas. Ninguna ficción sobre la guerra de Irak se ha acercado con tanta ecuanimidad a la realidad como La sombra del reino. Sin embargo, el gran mérito de Berg ha sido cuajar todo ese estilo propio en el corazón de un pueblo y de unos personajes como los que habitan en Dillon; en saber cómo derramar su visión del mundo sobre ese territorio poblado de valles y prospecciones, cuya veneración por el fútbol es tan tierna como irracional, donde un entrenador es también un padre y un general y los adolescentes bregan con el balón y corren la línea de yardas como quien combate en una carlinga y atraviesa el Atlántico por primera vez. Un campo de batalla donde se experimenta, como nunca antes has visto, el proceso de maduración de la vida.

Al empezar el texto comentaba que lo difícil consiste en explicar el vínculo sensible que nos une con un espacio determinado. Si hay un personaje de Friday Night Lights que define, por encima del resto, la esencia de Dillon, ese es Tim Riggins. Por eso, cuando alguien me pregunta cuál es mi momento favorito de la serie, siempre cito el siguiente: al concluir su periodo escolar, Riggins tiene la posibilidad de ir a la universidad y jugar en el equipo de esa liga. Sin embargo, apenas aguanta unos días allí para regresar a Dillon. En comparación a Ulises, su vuelta a Ítaca abarca menos tiempo. Pero qué brutalmente honesto es ese viaje a casa, con qué coherencia perfila a un personaje que nunca dejará de dar tumbos durante la serie mientras intenta lograr aquello que muy pocos consiguen: echar raíces, tener ese sentimiento de propiedad y pertenencia sobre un lugar que ha sentido allí, a su lado, como parte de él, durante toda su vida. Para los que no creemos en patrias, la sensibilidad de ese deseo es, tal vez, una de las cosas más hermosas que haya producido la serie creada por Peter Berg.

Hay un movimiento en Friday Night Lights que nunca pasa desapercibido. En cada plano, sobre todo en aquellos de conjunto, la cámara se esmera por repartir su espacio entre los personajes y el paisaje que los cobija; es su manera de detectar las dos grandes fuerzas que mueven la serie: las emociones y la identidad; los hombres y su lugar. Por eso, en el último episodio de la serie, Riggins aparece junto a su hermano construyendo la que será su futura casa. En una pausa, ambos comparten una cerveza tibia mientras contemplan el sol que empieza a ponerse. La cámara, a todo esto, se las apaña para colocarlos junto al esqueleto del nuevo hogar, en una imagen que prolonga el sentimiento de pertenencia y comunión con una tierra que, al final, han conseguido hacer suya.

Uno de los sentimientos que anuncia la madurez estriba en encontrar un lugar en el mundo. Podéis utilizar la fórmula más oportuna, ya sea en términos personales o apelando a la pura pragmática. Sin embargo, hay en ese proceso otro paso que, cuando de verdad penetras en la madurez, se manifiesta plenamente; un paso que podría describir toda la travesía de Tim Riggins hasta asentarse en Dillon o mi accidentada historia con la serie de Peter Berg durante estos años. La posibilidad de compartir esa Ítaca, la confianza y la unión que generan, que son a la postre el pegamento que junta los últimos coletazos de la adolescencia con los primeros de la vida adulta. Esa sensibilidad, que paradójicamente se representa a través de un microcosmos completamente alejado del nuestro, es la que dibuja el vínculo que establecemos, las raíces que creamos y la pertenencia que sentimos dentro de nosotros. La historia de mi Ítaca, en definitiva, es la historia de la conquista de ese sentimiento.


En 2012, Father John Misty publicaba Fear fun, un álbum al que he vuelto en numerosas ocasiones desde entonces. De entre todos sus temas, creo que O I Long to Feel Your Arms Around Me es el que mejor puede reflejar los espíritus de una serie como Friday Night Lights  y de un texto como este. El abrazo, largamente deseado y continuamente aplazado, que a veces solo tiene lugar por unos segundos y que, siempre, desprende esa clase de intensidad emocional que uno solo puede sentir con lo que ama. Por eso, en mi memoria, 2012 fue el año en el que aprendí a amar las pequeñas bellezas. Y esto, como decían en otro libro, describe una lección vital: el tiempo que cuesta alcanzar lo más elemental. 

sábado, 16 de noviembre de 2013

La música de mi madre



En una de las estanterías de la sección infantil de la biblioteca hay un minúsculo departamento donde han reunido libros y revistas sobre contenidos musicales. Quizá por falta de espacio, un libro con canciones de Bruce Springsteen convive en la misma repisa con esos grandes desplegables de ilustraciones troqueladas que sirven como guías de iniciación a la lectura durante los primeros años. Allí, en mitad de los cuadernos para exploradores, encontré una edición con las letras traducidas de algunos álbumes de Léo Ferré. Hace tiempo que su voz se ha convertido en una compañera habitual, entre el grito y los susurros, la nostalgia y los relatos del amor más cotidiano. Qué hermosa esa noche que

Es un amor que muere
Apenas se hace
Son mil años de felicidad
En un beso apresurado
Es una muchacha que ha perdido
La única flor que tenía
Y que espera en la calle
Por si acaso la encuentra

Léo, con su intensidad que le hace atropellar las palabras, como si las estrangulase mientras saca de ellas todo el sentimiento que esconden, entre el recitado y la canción. Léo, que se arrastra por el desconsuelo, por las heridas, que escribe sobre la voz, los ojos, el vientre, el mar, la esperanza o el tiempo que pasa. Léo, que habla de los amantes tristes y de las noches, de la oscuridad y la soledad. Léo, al que a veces no entiendo porque va demasiado deprisa, cuyos paisajes musicales parecen pintar un almuerzo de faunos y criaturas fantásticas, aunque los haya escrito mientras asomaba la cabeza por la ventana de su habitación en la Alta Normandía.

A veces, mi madre me acompaña a devolver los libros a la biblioteca. En el camino de vuelta andamos zigzagueando por los barrios, entre calles y avenidas. Nos paramos ante la puerta tapiada de un antiguo comercio, ante la fachada rehabilitada de un colegio oficial o el escaparate de diseño de una pastelería. Siempre le pido que me cuente lo que hubo y todavía recuerda, porque sé que se trata de una interferencia, casi un parpadeo, que se entromete insistentemente en lo que hay; que se resiste a desaparecer, porque de esa manera desaparecerían demasiadas cosas.

Mientras paseamos, me explica sus ganas de empezar a aprender dibujo japonés, para lo que se ha sacado unos cuantos manuales; también, si tiene tiempo, le gustaría dar forma a varias ideas que ha anotado en uno de sus blocs. A menudo, le anima la posibilidad de enviar un relato breve a alguno de los concursos que lee en las revistas; cosas de poca importancia, donde la forma literaria no es lo fundamental. Le propongo que escriba sobre todo aquello que me está contando durante el paseo, lo que ha cambiado pero aún mantiene una pequeña llamita en su memoria. Le ayudaré a pasarlo a limpio, si se atreve a volcarlo sobre el papel. Ella me dice que no está del todo segura, que en el fondo no es nada nuevo que alguien utilice la escritura para expresar sus recuerdos. Tiene razón, pero soy muy terco. Así que, para tratar de convencerla, le cuento que uno de los primeros instantes -admito mi incapacidad para cifrar una fecha- que tengo de ella es cantando, con apenas un hilo de voz, una nana antes de dormirme. Por qué no, le dejo caer, escribir sobre su memoria a través de la música que ha formado parte de cada uno de esos episodios.

Unos días después, cuando vuelvo a casa, mi madre me dice que tiene más o menos claro cómo empezar su relato, en qué momento y con qué canción. Enciendo el ordenador y abro un documento en blanco, no sin antes prometerle que, a diferencia de otras ocasiones, esta vez no voy a modificar nada de lo que me dicte. Si aparezco, afirmo, será como otra voz dentro del texto. Así que tomo su palabra y dejo que sea ella quien continúe la historia con el siguiente episodio.

Invierno de 1969. Tiempo de amor, de Juan y Junior

«Abrir un cine de versión original no era algo común en la ciudad, que poco a poco se iba acostumbrando a algo así como la modernidad cultural. Uno de los primeros fue el Aula 7, que estaba junto al pasaje de General Sanmartín. Había empezado a salir con Carmelo por aquellas fechas, y no sé cómo pero se le ocurrió que fuésemos a ver Arroz amargo, de Giuseppe de Santis, que llegaba veinte años después de su estreno en Italia. Cuando me llevaba a casa, recuerdo que escuchábamos a Juan y Junior. A los dos nos gustaban Los Bravos, y lo cierto es que cuando se convirtieron en dúo lanzaron canciones tan preciosas como Tiempo de amor. Así que el antiguo Aula 7 fue, en muchos sentidos, el lugar de ese tiempo de amor, en esas noches en las que nos abrazábamos con fuerza porque el coche no tenía calefacción y aparcarlo en la calle lo había congelado. El Aula 7 aguantó más de veinte años, en cambio, Juan y Junior se separaron unos meses después para emprender sus carreras en solitario».

Otoño de 1975. S.O.S., de Abba

«Poco después de casarnos, abrió en la calle del Mar un club llamado Manhattan, con ventanas tintadas en las que aparecía la silueta de los rascacielos de Nueva York. En aquel momento salíamos con varios matrimonios amigos los sábados. Según nos daba, cenábamos, tomábamos alguna copa e intentábamos entrar en el Manhattan. La mayoría de veces nos quedábamos en la puerta, porque no tardó en convertirse en uno de los locales de moda -recuerdo una publicidad donde aparecían sus inmensos sillones de skay y una entrevista a su propietario, Ricardo Alférez, donde decía que había incorporado el mejor equipo de sonido de toda la ciudad- y era imposible entrar. Al final, nos cansamos de repetir la rutina de cada fin de semana y, simplemente, nos olvidamos de Manhattan. En otoño de 1975, no sé exactamente el mes ni la fecha, pasamos con el coche por la puerta del club. Félix, el marido de Isabel, mi mejor amiga, nos insistió para que probásemos suerte. Fue la primera y la última vez que entramos en Manhattan, y siempre recordaré cómo sonaba Abba y una chica bailaba, solitaria, disfrazada con una melena rubia como la de Agnetha. A su lado, un hombre imitaba a Benny sentado al piano en una especie de play-back. Ese mismo año, en la víspera del día de Navidad, detuvieron a Ricardo Alférez acusado de haber simulado un incendio en el Manhattan. Aquel local pasó de mano en mano, pero nadie volvió a imaginarlo como un club nocturno. Creo que ese incendio también se llevó algo de la música y la felicidad de aquella época, porque cada vez que paso por allí no puedo evitar tararear las canciones de Abba».

Verano de 1978. Ancora, ancora, ancora, de Mina

«Unos días antes de que acabase julio cerró Naico, la fábrica de electrodomésticos en la que había trabajado como secretaria durante los últimos cuatro años. Era una muerte anunciada, ya que la empresa vivía a remolque de una producción casi artesanal cada vez más mermada por las grandes compañías y las importaciones. Así que el propietario prefirió no alargar la agonía y suspendió la actividad de la noche a la mañana. Cuando salí del despacho, esa misma tarde, recuerdo que paseaba sola por la recepción del edificio y creo que no me crucé con nadie hasta llegar al aparcamiento exterior del recinto, donde quedarían unos pocos coches. Encendí la radio del coche y, al saltar entre varias emisoras, escuché que Mina anunciaba su retirada de la televisión cantando Ancora, ancora, ancora. Apenas iluminado, el edificio de Naico me llevó a pensar en todo el tiempo que había estado trabajando allí y en lo poco que había reparado en los detalles, en las amistades que nunca tuve y en esos minutos antes del anochecer en los que caminaba sola hacia el aparcamiento. Mina no era de mis cantantes favoritas, pero sí su canción, que mi madre -que sabía tanto italiano como yo, y solo se quedaba con las melodías- creía que se llamaba ancla, porque a veces mezclaba el valenciano con el castellano y esa es la traducción de ancora. En realidad, era otra canción de amor, de esas que entiendes instintivamente, porque no dejas de identificarte con sus gestos. Sin embargo, esa noche, mientras echaba un último vistazo a la fábrica donde había trabajado tantos años, también quise pensar que aquella era un ancla, y que Mina me estaba animando a soltarla de una vez para seguir con mi vida».

Primavera de 1980. Overs, de Simon and Garfunkel

«Nunca comprábamos discos. Aunque mis compañeros de oficina nos trajeron un tocadiscos como regalo de inauguración de nuestro nuevo piso, tardamos bastante en usarlo. Carmelo solía pasar por una tienda de música en la calle Ramiro de Maeztu, Discos Estefanía. Un día pensó en comprar alguno, al menos para probar a ver cómo se escuchaba el aparato. De regreso a casa, me dijo que la chica del mostrador -no sé si era Estefanía, ni siquiera si aquello era un nombre o un apellido- le había dicho que uno de los más vendidos era el Bookends de Simon and Garfunkel. Quizá porque era el único que compramos en mucho tiempo, se convirtió en nuestro disco favorito. Una tarde, mientras sonaba, los dos nos quedamos mirando la habitación que siempre habíamos planificado para nuestro hijo; cuatro pequeñas paredes con un armario empotrado y un espacio para la cuna, la primera cama y nuestros sueños. En aquel momento sonaba Overs, una canción que dura lo que una cerilla mientras se consume. En ese par de minutos de susurros y confesiones al oído lanzamos nuestro deseo. Por desgracia, aquella pequeña habitación donde habíamos hecho nuestros primeros planes de familia nunca llegó a ver una cuna. Un par de años más tarde vendimos el piso de Pintor Abril para mudarnos a otra casa. Aunque seguramente Bookends sonaría muchas otras veces en el tocadiscos, ya no lo escuchamos de la misma manera. Sin ser conscientes de lo que contaba la letra, nos dejamos llevar por su melancolía». 

Verano de 1982. Desde que tú te has ido, de Mocedades

«Salíamos de ver en el cine Rex E.T. El extraterrestre y fuimos a cenar unos bocadillos a Casa Gómez. En la televisión emitían un reportaje de Mocedades, que hacía poco habían debutado en la CBS Internacional y añadían todavía más proyección a su carrera. No sé si hay una canción que me guste más que Desde que tú te has ido, en la que la voz de Amaya Uranga es tan acogedora, tan delicada y firme, que consigue sacar la belleza de un momento de puro desgarro. Pensamos en E.T. y en la promesa que le hacía al niño de mantenerse siempre junto a él. Al fin y al cabo, ambas reflejaban sentimientos parecidos. No sé si alguna vez quise ser cantante, pero siempre que me tocaba cantarte algo para que durmieses me venía a la cabeza el repertorio de Mocedades o el de Juan Pardo. Después de muchos intentos, casi cuando íbamos a tirar la toalla, aquel verano, un poco antes de ir a ver E.T. conseguí quedarme embarazada. Seguramente, Desde que tú te has ido sea la canción, junto a Caballo de batalla, que más veces haya cantado, a menudo casi entre susurros, al oído. Me gusta pensar que es como esa promesa que hacía el niño de la película, la clase de vínculo que nos permite seguir juntos».

Invierno de 1989. Vieja canción de los astilleros, de origen popular

«El día que murió mi padre recuerdo que entré en la habitación que tenían en casa de mi hermana, un poco más tarde de la hora de comer. La semana anterior, el médico nos explicó que no había nada que hacer y era mejor que pasase sus últimos días en casa. Mi madre también estaba enferma, aunque consiguió aguantar cuatro años más. Acostado en la cama que le había preparado mi hermana, me quedé sentada junto a él un buen rato, tal vez dos horas, sin hablar; simplemente, nos observábamos. Recuerdo que llevaba puesto un suéter de punto fino que, por algún motivo, tenía un jirón en la manga derecha. Así que, en un momento dado, me acerqué y quise arreglarle el descosido. En sus últimos años, lo recuerdo alguien muy frágil, como una estatua hundida en su sillón, muy lejos de aquella figura voluminosa que pasó media vida hundido en las tripas de los barcos para los que trabajaba como parte del equipo de reparación. Le recuerdo llorando, desarmado, por los niños de su generación que habían muerto durante la guerra; a veces, silbaba una canción que había aprendido mientras trabajaba en los astilleros. No llegué a saber que estaba muerto -en realidad, ¿existe algo así cuando uno padece una enfermedad larga que lo apaga lentamente?-, mi hermana quiso quedarse con él hasta que el médico certificó su fallecimiento de madrugada. Cuando salí de la habitación, me crucé con la puerta abierta de la habitación de mi sobrino, que intentaba concentrarse para estudiar. Me fijé que él también tenía un jirón en la manga del suéter, pero me llamó la atención que, mientras se evadía de todo el ambiente de la casa, silbaba aquella canción de mi padre. Entré para arreglarle el descosido de la manga. Al volver a casa, al día siguiente, pensé que había repetido el mismo gesto con unos minutos de diferencia. Creo que escuchar aquel silbido de mi sobrino me ayudó a pensar que algo de mi padre seguiría con vida tras su muerte».


La historia de mi madre no ha dejado de crecer, entre épocas, canciones y recuerdos que no extinguen su trazo en el tiempo. Cuando paseamos, incluso por esas zonas desnudas adornadas por grúas y fachadas descascarilladas, nos queda la tentación de imaginar, como en una proyección virtual, la vida que se arremolina en torno a esos vacíos. Aunque mi vida ha pasado entre varias casas y varias ciudades, aún recuerdo con la misma intensidad aquel sendero que construía desde mi habitación hasta la cocina de mi primera casa con la colección de cuentos clásicos que usaba como baldosas. A buen seguro, si tuviese que contar mi historia elegiría otras canciones, pero es curioso cómo, tras volver a escuchar las de Léo Ferré, no logro dejar de pensar en mi madre. Quizá en aquella habitación se larvaron canciones de amor, de tristeza y combate; canciones de abrazos partidos y besos robados, de mejillas tan frías como la luna y corazones que hierven mientras se esfuma la noche. Pero cada vez que me preguntas por ellas, solo se me ocurre decir que es la música de mi madre, la de mi nostalgia, la de mi amor y mi tristeza. Y es así como no consigo olvidar, bajo una promesa que el tiempo nunca puede quebrar. De otra manera, desaparecerían demasiadas cosas. 

jueves, 15 de agosto de 2013

Un anochecer



Recuerdo un atardecer junto al mar. Cuando empezamos a caminar, el viento apenas sopla una ligera brisa, de esas que cuelan un cosquilleo a través del suéter de ochos. Según el tramo, el sol aún obliga a utilizar la mano como visera. A medida que caminamos, notamos el olor a salitre que devuelve el mar; un olor profundo, en el que parecen mezclarse el fango de la orilla con la madera de las barcazas abandonadas en mitad de la playa, que nos acompaña mientras avanzamos sin un rumbo definido. Nos movemos, zigzagueamos o detenemos nuestro paso, giramos la vista hacia la línea del mar. A veces, no nos miramos cuando estamos hablando, desviamos nuestras miradas hacia otro punto. Al fondo del paseo, muy al fondo, hay una especie de hotel cuyos neones somos incapaces de leer desde esta distancia. Así que decidimos que solo cuando podamos distinguir las letras del rótulo volveremos sobre nuestros pasos. No sé cuánto habrá pasado desde que hemos empezado a caminar, quizá unos veinte minutos, pero ya no hace falta utilizar la mano de visera, el sol se esconde. Ahora la brisa recoge la humedad del atardecer, mientras se empeña en jugar con nuestro pelo, que cae una y otra vez sobre la frente. Nunca pierdo el gesto de peinarme el flequillo con el dedo índice de mi mano derecha, cada vez más brillante de sudor a medida que sentimos el bochorno de los últimos días de verano. Hace varios tramos que ha terminado el paseo, por lo que ahora bajamos junto a la playa en busca de una escalera que comunica con el siguiente tramo edificado. Antes de ponerte la chaqueta, te limpias el brazo de minúsculas partículas de la arena que ha arrastrado el aire. Cuando volvemos a caminar sobre cemento, lo único que escuchamos a nuestro alrededor es el sonido de las olas, que mueren tranquilamente al llegar a la orilla. Te sorprende, porque no recordabas que este sitio fuera tan silencioso, pero en realidad todo parecer moverse acompasado con la puesta de sol. Esos últimos minutos antes de que caiga la noche son hermosos; aún no se ha producido el encendido automático de las luces del paseo, así que por unos instantes nuestros rostros quedan a cubierto gracias al crepúsculo. Todo es oscuridad, excepto nuestras voces, que apenas hemos dejado de escuchar desde que comenzamos a andar. Es curioso, ahora que lo pienso, cómo en todo este paseo no hemos echado ni una sola vez la vista atrás. Sin darnos cuenta, la distancia entre nosotros se ha acortado hasta casi rozar nuestros cuerpos. En ese punto, cuando ya casi divisamos con claridad las letras del hotel, tu mirada está centrada en el raro efecto que ha producido el último estadio del sol antes de ocultarse, una línea brillante que parece subrayar el horizonte. Aún andamos un poco más, con el paso vacilante, mientras perdemos de vista a varias personas que están sentadas junto a la orilla. No sé de qué hablamos, aunque sí recuerdo que mezclamos muchos temas y saltamos de una conversación a la siguiente en un discurso ininterrumpido. Creo que ya hace un rato que he comenzado a recoger cada uno de estos gestos en mi memoria para impedir que, suceda lo que suceda, se me olviden. Así que, por un momento, me quedo en silencio. No sé si me estás mirando, quizá solo te has parado para descansar un poco los pies y abrochar el segundo botón de la chaqueta. Entonces, me preguntas cuánto tiempo ha pasado desde que ha empezado a ponerse el sol hasta que se ha ocultado finalmente. No recuerdo dónde lo leí, pero alguien comentaba que no llega a alcanzar unos tres minutos. El rótulo del hotel parece un faro frente a nuestros ojos, ya podemos volver por donde vinimos. Antes de decirte algo, quizá en la ocasión que más tiempo vamos a pasar en silencio, tengo la sensación de que este sol ha tardado solo unos segundos en ponerse. Pero no te lo digo. Durante el camino de regreso pienso que bastan esos pocos segundos para construir un mundo. 

domingo, 10 de marzo de 2013

A la caza de la felicidad



Hace tiempo me preguntaste qué era la felicidad. Incapaz de describirla en una sola palabra, te dije que era más fácil detectarla que definirla. Unos minutos antes paseábamos por un embarcadero. La primera brisa de otoño erizaba la piel de tu cuello, en esa zona delicada donde los últimos mechones de pelo se dejan caer por la nuca. Subiste el cuello de tu chaqueta y nos sentamos en uno de los bancos. Frente a nosotros, el Mediterráneo. Habíamos llegado a Toulon. Sacaste una cámara de fotos. La cámara disparaba una imagen detrás de otra, casi sin tiempo para procesar la anterior, mientras anhelaba capturar aquella instantánea que nos dibujase con la mayor naturalidad. Hasta entonces, te dije, nunca había reparado en el interés por conservar fotografías. De hecho, si en algún momento recopilo mi vida en imágenes estoy seguro de que cerca de diez años quedarán en fundido a negro. Sin embargo, allí estábamos, en el departamento de Var, Francia, en el embarcadero de Toulon, fotografiando cada palmo de nuestro entorno. Tras la pantalla digital de la cámara, un cuadro tembloroso que intentaba ajustar en busca de un plano de tu sonrisa -quizá porque sonrío poco es una de las cosas que más me gusta fotografiar. Me dijiste que te gustaba la fotografía porque te recordaba que en la vida nunca dejamos de buscar. Los recuerdos, tal vez, alumbran nuestra memoria como la llama de una cerilla; se extinguen rápido y nos invitan a renovar el fuego natural que los animó originalmente. Lo importante no es la imagen, sino el gesto, el clic, el enfoque que le ha dado lugar. La fotografía, en fin, siempre nos recordará ese gesto, aquello que quisimos preservar. Me dijiste que en eso consistía la felicidad.

Una tarde de sábado termino de leer el relato que escribe Anne Wiazemsky de su primer año junto a Jean-Luc Godard. Aún no sé por qué, pero siento que Wiazemsky tiene una forma muy musical de escribir. Más que un diario, se trata de una partitura a la caza de instrumentos que la interpreten. En eso se parece a Godard, donde las imágenes -desgajadas de la narración, de la historia que cuentan- parten en busca de sentimientos que las interpreten. A veces, como en Pierrot le fou, nos interpelan, se repiten, no quieren perderse tan de prisa dando paso a la siguiente escena. Algo de esa intermitencia aparece en Un año ajetreado, donde las diferentes velocidades con que Wiazemsky explica aquel 1967 en París retransmiten una alegría que no puede encapsularse de cualquier manera en un diario. No en vano, la novela es puro movimiento, un ir y venir de agitación vital disparada sobre cada página.

Estábamos en Toulon, en la habitación de un hostal. Mirábamos por la ventana y sentíamos la brisa del Mediterráneo. Apoyabas los codos en la repisa de la ventana, las piernas cruzadas en actitud distraída. Te contaba que la última vez que había visto unas contraventanas de madera repintadas de color blanco fue durante mi infancia. Mis padres habían alquilado una casa de pueblo y, día tras día, me enseñaron cómo hacer diferentes tareas del hogar. Una mañana la dedicábamos a limpiar la chimenea del salón, un agujero negro improvisado sobre la pared en el que apenas cabían troncos de leña; en otra ocasión, mi padre me bajaba en brazos al fondo de la piscina, donde las hojas de los árboles y el polvo habían cultivado una segunda piel que cubría el suelo. De noche, mi madre proyectaba cortos animados sobre la pared de mi habitación. Durante un tiempo tuve la necesidad de dibujar con un lápiz las sombras de los dibujos proyectados, mientras giraba continuamente adelante y atrás cada película. Un par de minutos se repetían diabólicamente sobre la pared blanca. Por la mañana, mi madre abría las contraventanas blancas que habían pintado la tarde anterior y el sol penetraba como un cuchillo repartiendo su luz entre el interior de mi habitación. Allí, en el espacio entre tu cuerpo y la ventana del hostal, la luz aplastaba un rayo contra la pared de nuestra habitación. Acercaba mi mano hacia el rayo y notaba el calor del mediodía, quizá también la calidez de ese pasado familiar; quizá otro fundido a negro como aquel que te explicaba a propósito de las fotografías. Quizá.

Paseábamos por los alrededores del puerto de Toulon, entre el minúsculo mercado comercial y el embarcadero. Aquel pueblo no era como los de las películas de Jacques Demy, con su hermosa riqueza cromática que destacaba hasta la última vivienda del barrio. No recuerdo en qué revista leí que Demy ordenaba pintar de varios colores cada edificio que filmaba. Así, un bloque de apartamentos aparecía coloreado por un blanco inmaculado que contrastaba con las marquesinas de color violeta de los comercios adyacentes. Como sus edificios, donde ninguno quedaba sumido en el anonimato, en los números musicales todos los personajes tenían su protagonismo. Toulon, en cambio, era una comunidad más pacífica, silenciosa y secreta, donde la intimidad se mantenía al resguardo de las miradas curiosas. Alquilamos un coche para recorrer toda la zona de Var, a la que pertenecía el pueblo, mientras el viento suave de la mañana dirigía nuestro trayecto. En un plano habíamos marcado los lugares de rodaje de Pierrot le fou, cada una de las localizaciones que apuntó Godard en su película. Seguimos las huellas de cada decorado y constatamos los cambios que habían operado en el tiempo. Tú grababas con la cámara nuestro paseo por aquellas zonas transformadas en un entorno entre industrial y turístico, al abrigo de la montaña y al calor del mediterráneo. Aparcamos el coche justo al final del camino de asfalto, allí donde el camino de la playa interrumpía el trazado de la carretera.

Caminábamos en dirección al mar. Recuerdo tu suéter, cómo solías meter tus dedos en sus agujeros cuando estabas distraída. Nos sentamos en la arena, al principio de la playa, y apoyaste tu cabeza sobre mi pecho. Hablamos de la carta que te escribí durante mi viaje por el Báltico. En aquel momento se cumplían cinco meses de separación y parecía alejarme cada vez más de casa, de cualquier lugar conocido. Acurrucado en mi asiento, te conté que estaba decepcionado tras mi último viaje; que las entrevistas para el documental que estaba preparando sobre escritores escandinavos habían sido un fracaso. Apenas hablábamos en inglés y mis intérpretes no conseguían encajar las peculiaridades de un idioma más allá de expresiones funcionales, aproximadas. En Lituania estuve viviendo cerca de una granja donde cultivaban bayas -uogos, según ellos- de un rojo casi sobrenatural. Allí el viento agitaba la hierba continuamente y recogía el olor de la leche recién ordeñada para repartirlo entre los caminos de piedra que recortaban una población de la siguiente. Una vida que desconocía los aspectos más básicos del orden cosmopolita, la relación vicaria que establecemos con los medios electrónicos. Un espacio sembrado de olores, de texturas insólitas para nuestro tacto acostumbrado. Cada tarde, al poco de concluir mi investigación diaria, escribía una serie de anotaciones en mi libreta. Nunca he sido capaz de explicar algo sin tener en mente a un interlocutor determinado, por lo que escribía pensando en ti, almacenando cada pequeño detalle que me gustaría contarte. El sabor de los uogos, el olor de la trementina que utilizaban en un desinfectante de destilación casera, el extraño graznido de unas aves que nunca supe definir -¿alguna vez hemos visto un pájaro de plumas turquesa?-, el temblor interior que producía la bocina del barco cada vez que arribaba a puerto.

Aquel 2004 fue un año ajetreado para los dos, marcado por una larga ausencia que nunca supimos compensar. Al regresar a casa -por entonces ya estábamos separados- recibí una carta tuya. Nunca te gustó escribir correspondencias largas, por lo que siempre preferiste condensar los pensamientos en un mismo texto. Me explicabas que durante esos cinco meses habías cambiado de trabajo, concluido tu investigación universitaria y viajado varias veces. La felicidad nos había esquivado en innumerables ocasiones, tan convencidos estábamos de que era imposible retenerla durante mucho tiempo. Al final de la carta incluiste un par de versos de W. H. Auden que habías traducido para tu trabajo. Me recordaste la historia que me contabas en una cafetería, sentados al fondo del local, en la última mesa junto a los lavabos. En su vejez, Auden enfermó de una extraña alteración de la piel que surcaba de arrugas todo su cuerpo, como si un escultor hubiese tallado ondas, líneas y pequeñas depresiones en su rostro. A su manera, el poeta reflejaba exteriormente aquella obsesión interior que le llevaba a escribir obstinadamente, como un autista, sobre el amor y su desgraciada condición humana.

Nos volvimos a encontrar un par de años más tarde, en la cola de un cine donde proyectaban Pierrot le fou. Ninguno de los dos la había visto. A la salida, ambos hablamos de ese momento, de entre todos los que formaban la película, que había retenido nuestra atención. Fugados de su existencia rutinaria, Ferdinand y Marianne conducían por una zona arbolada en dirección al mar. Una música, luego sabríamos que era Vivaldi, sonaba una y otra vez durante la escena, prisionera de ese paseo en coche descapotable que nunca acababa, que incluso se permitía romper con la cuarta pared para hacernos cómplices de lo que tramaban. Fue aquella tarde cuando decidimos buscar el lugar donde transcurría esa escena y revivirla nosotros mismos, convencidos de que en eso consistía la felicidad, que Godard había esculpido pacientemente en esos pocos metros de celuloide. Tardamos meses en descubrir Toulon, el departamento de Var y aquel camino hacia el mar cuya fisonomía había alterado la planificación urbanística. Conducíamos por Var mientras grababas con tu cámara cada palmo del lugar, de los árboles, del asfalto que nos mareaba. Detuvimos el coche y bajamos a caminar, te subiste el cuello de la chaqueta y me preguntaste qué era la felicidad.

Una tarde de sábado termino de leer el diario de Anne Wiazemsky, su relato alegre, intenso y breve de aquel 1967 que empezó a compartir con Jean-Luc Godard. Me resulta imposible no pensar en nosotros, en la manera en que los recuerdos se encapsulan a medida que los sustituimos por nuevas experiencias. De aquella expedición por el Báltico resta un manuscrito que aún hoy no he terminado de pulir, embarcado en diferentes proyectos que han dejado en un papel secundario la investigación inicial. Quiero escribir para decirte que nunca he conseguido acabarlo porque, así lo siento, toda esa peripecia me condujo hasta el verdadero significado de la felicidad. A menudo, nos encanta descomponer un hecho determinado y analizar hasta el último aspecto que guarda en su interior, cada detalle y cada mota. Sin embargo, lo más seguro es que nunca encontremos esa esencia que escapa continuamente a su catalogación; esa belleza fugitiva e inestable que se derrama a nuestro alrededor sin que conozcamos el método más eficaz para atraparla. Al terminar la novela de Wiazemsky pensé en nosotros, en la carrera desenfrenada en busca de esa felicidad efímera, como quien coloca una mano sobre una vela para intentar que el viento no la apague. Imaginé tus dedos deslizándose a través del interior del viejo suéter, la nuca desnuda estremeciéndose ante el viento suave de la costa francesa, mis manos magulladas tras la experiencia del frío báltico. Testimonios, todos, de una experiencia acumulada a base de gestos e impresiones, de historias que durante años nos contábamos a la espera de poder protagonizarlas. Nos recordé, una vez más, sentados en ese banco de Toulon mientras intentaba hacerte una fotografía. En aquel momento pensé que la felicidad está en aquello que se ve, se toca, se escucha, se vive de tal manera que nunca conseguimos recordarlo tal y como sucedió; en lo que nos invita a descubrirlo una y otra vez, no importa con qué palabras ni con qué personajes, como un aprendizaje que nunca termina. Como una promesa siempre renovada.






viernes, 22 de febrero de 2013

Historia de un regreso



Una mañana de domingo empiezo a leer las primeras páginas de Pilote de guerre, de Antoine de Saint-Exupéry. Prisioneras de un sueño de infancia, las palabras del autor evocan ese momento en el que aún sentimos la calidez familiar de todo cuanto nos rodea, el olor de los pupitres y el tacto de las hojas cuadriculadas donde los alumnos apuntan el dictado del profesor. Nada en esas palabras puede advertir el futuro terror, la inversión de esa cotidianidad que llevará a cabo la guerra. En ese recuerdo impreciso, la escuadra y el cartabón trazan grados y ángulos en el ejercicio de cálculo. Unos años más tarde, los pilotos de las fuerzas aéreas los pegarán sobre la pantalla de sus bombarderos para apuntar las trayectorias de disparo, corregir posiciones y sobrevivir. El sueño se desvanece a medida que Antoine reconoce las voces de sus compañeros de escuadrón, a medida que la imposibilidad de regresar con vida se cierne sobre su presente.

Antes de partir en dirección a su instrucción, Saint-Exupéry se cruza con uno de sus tenientes. Se desean suerte, aunque en realidad se estén despidiendo. La edición ilustrada de Gallimard incluye un dibujo a modo de interpretación de lo narrado. Interpretación, no resumen, pues su autor, Romain Slocombe, pinta un cuadro en el que un soldado, presumiblemente alemán, dispara una ráfaga de ametralladora contra un escuadrón de aviones situados en el margen superior del dibujo. La aviación, nacida como una noble inclinación a la aventura, queda relegada a unos minúsculos trazos, a ese objetivo de cálculo que el artillero trata de encañonar con acierto. El frenético compás del cartucho de la ametralladora aplasta la vanidad y el romanticismo del vuelo. He ahí, tal vez, la contradicción que el mismo título del libro explicita: cómo la belleza del gesto de volar debe convivir con la ingeniería brutal de la guerra.

Todavía faltan dos años para que el P-38 Lightning pilotado por Saint-Exupéry desaparezca cerca de la bahía de Carqueiranne, mientras se dirigía al Valle del Ródano. Podemos imaginar ese último momento en el interior de la carlinga. Allí, Antoine nota cómo su brazo, pegado a la palanca, absorbe el traqueteo de una maniobra disuasoria que obliga a la maquinaria del avión al sobreesfuerzo. Un relámpago cruza el flanco derecho de la nave, la pared se comba ligeramente y, por un instante, proyecta un zumbido ensordecedor en la cabina. Los ojos de Saint-Exupéry han perdido una referencia clara en su ventana, de nada sirve improvisar una corrección de posición. Si consigue desencasquillar una de las ametralladoras, tal vez pueda disparar una ráfaga de treinta o cuarenta balas que le harán ganar unos segundos de tiempo. Sin embargo, la sencilla operación se interrumpe cuando la nave se enciende como un pájaro de fuego y cae en picado hacia algún punto del mar al sur de Marsella.

Tal vez, Antoine continúa con vida en el esqueleto de la carlinga mientras la aeronave prepara su impacto contra las aguas; tal vez una de las tandas de disparos ha destrozado su cuerpo en el fragor del último intento por repeler el ataque. El avión desaparece y con él el cuerpo del escritor. Quienes presencia la escena afirman ver cómo una estrella -la cola de una estrella, para ser precisos- descendía haciendo eses hasta apagar su brillo al hundirse en el agua. Uno de los periodistas que cubrirá el suceso escribirá que, sin duda, la muerte de Antoine de Saint-Exupéry condensaría ese instante final, entre la gravedad y la gracia, en el que el deseo de volar capituló ante el terror de la guerra. Por algún motivo, la ilustración de Slocombe -dibujante y romancier- que acompaña a las primeras páginas del libro capta con inusitada precisión ese sentimiento de tristeza.

Esa misma mañana de domingo pienso en Albert Lamorisse, cineasta del que André Bazin decía que había rodado la mejor película infantil de la Historia del cine. El relato de amor entre Albert y el viento podría constituir una ficción tan atractiva como la que esa ilustración de Pilote de guerre ha despertado. En un ejercicio de aperturismo, el Shah de Persia requirió los servicios de realizadores e intelectuales europeos para que filmasen la transición hacia una sociedad moderna del pueblo de Irán. Lamorisse fue uno de los directores que recibieron el encargo -otro sería Claude Lelouch-, que en su caso consistió en grabar el cielo, las nubes y el viento de Teherán, el único espacio donde la política no podría intervenir sobre el arte. Durante una de las jornadas de rodaje, Lamorisse cayó del helicóptero desde donde filmaba precipitándose al vacío. El sueño de acariciar un cirro, mesar la barba blanca de una nube, notar cómo la condensación perla de gotitas la palma de la mano, quedaba inconcluso tras las imágenes de El viento de los enamorados.

Años más tarde, un joven japonés cuyo padre le ha inculcado el amor por los aviones y el vuelo se pregunta cómo hacer regresar el cuerpo de Antoine de Saint-Exupéry, cómo exhumar el espíritu de aventura sepultado tras la muerte del aviador romántico. Mientras estudia en Yokohama, Tadao -lo llamaremos así- diseña una ruta de vuelo, sin escalas, que le llevará desde Malta hasta la costa de Trípoli, una de las postreras travesías comerciales emprendidas por el aviador francés. En el último curso de diseño industrial, Tadao comienza a notar una molestia que se esparce por su pecho. Cada vez que se acuesta a dormir, tarda un buen rato en encontrar la posición que le permita descansar sin despertarse súbitamente con la respiración entrecortada. Tras una serie de pruebas, el Dr. Tomita, médico de la prefectura de Hara, le diagnosticará un problema pulmonar detectado en fase precoz. El sueño de seguir los pasos de Saint-Exupéry no podrá tener lugar ese verano, Tadao deberá someterse a un neumo peritoneo.

Parapetado tras su cuaderno de dibujo, Tadao observa y anota los movimientos que suceden a través de su ventana. La cercanía de los árboles de la casa familiar acerca el rocío de la mañana al alféizar de la ventana de la habitación. En su posición privilegiada de espectador, Tadao atiende al movimiento de las nubes, a la brisa que arrastra el mediodía y eriza su pálido brazo. Allí, en lo alto, en esos cúmulos que se forman y dispersan sobre el cielo, Tadao imagina ese otro mundo al que los aviadores regresan una y otra vez, área de descanso entre aventura y aventura. Tras concederle el permiso para salir a pasear por la zona, el joven japonés pasa casi toda la tarde su primer día de libertad imaginando el complejo entramado que se oculta tras cada nube. Los aviadores moribundos, las naves golpeadas por el devastador impacto de la munición, piensa, tienen su tumba en el aire, en el único lugar que los mantiene con vida, al que pueden regresar sin miedo a perder ese sentimiento a veces tan abstracto como es el de vivir.

Tadao vende sus primeros bocetos a Teruo, uno de sus compañeros de estudios, que ha sido contratado para trabajar como asistente en una revista para adolescentes. El acuerdo verbal se cierra con una sola exigencia: cambie lo que cambie, la idea del regreso, del mundo encerrado en mitad de las nubes al que acuden los aviadores, debe permanecer en cada nuevo borrador. Ambos amigos estrechan las manos y el verano, uno de los más cálidos de la década, sigue su curso. A finales de otoño, Tadao recibe los primeros tratamientos de su historia. La mirada, inquieta, se concentra en dos minúsculas viñetas. En la primera, la espalda cuadrada de un soldado invade el cuadro de una playa de Córcega. Ataviado con su uniforme color caqui, el soldado dispara su ametralladora contra un escuadrón que apenas aparece escondido en el margen superior de la viñeta. Junto al recuadro, se incluye un diálogo provisional. El teniente d’Ambert envía una orden a su patrulla: «Volvemos a casa». Lo que conmueve a Tadao es observar que, tras esa viñeta, el ilustrador ha reflejado su deseo. En el segundo recuadro, a resguardo del fuego enemigo, aparece un grupo de nubes entremezcladas en el cielo azul. El hogar de regreso.

En mi mente se cruzan ambas ilustraciones, la de Slocombe y la de Tadao, como dos fragmentos de celuloide empalmados en la mesa de montaje. Una historia muere durante la campaña de guerra de 1944 y, años más tarde, resucita en el verano de un adolescente japonés. En ese lapso de tiempo, la vida ha coagulado en un deseo de continuar, de volver una y otra vez sin perder su rastro. ¿No es, quizá, una de las más bellas metáforas para explicar la importancia de nuestra memoria? Tarde o temprano, nos preguntamos si existe un espacio, una forma material, que preserve aquello que ha configurado nuestra identidad personal: los recuerdos. Narrar, a menudo, implica ser, explicar quién eres, qué haces y qué hiciste, puede que también qué harás. A veces pienso que mi necesidad de narrar, de recordar y detallar pormenorizadamente, representa el mismo papel que la viñeta poblada de nubes que imaginara Tadao. Un mecanismo, una biblioteca de ficción, donde los recuerdos tienen su aquí y su ahora, su vida.

Cada domingo dedico parte de la mañana a escribir, dando pequeños pasos a tientas, ahora que he decidido emprender un relato de ficción. La historia se ambienta en una granja que linda con las vías del tren del condado que recorre el trayecto Pennicot-Finville-Arden. Los viajeros que se amontonan en los compartimentos de carga y descarga pueden observar, según el momento del día, al patriarca de la familia Taggart mientras prepara el arado del campo de cultivo. Las primeras páginas de la historia, todavía sin título, condensan una serie de descripciones de la imagen que atribuyo a la vida rural en una época comprendida entre 1920 y 1940. La mujer de Taggart, Leni, proviene de una familia de inmigrantes daneses. Al alba, mientras el vaho proyecta las voces del matrimonio en el interior del establo que se han propuesto rehabilitar, Fred Taggart no deja de mirar el perfil del rostro de su esposa. La proporción de su pómulo, la piel tan fina y tersa, sin manchas, que cae alrededor de su mejilla, el color acaramelado que ha tiznado una frente pálida en su infancia. Mientras Fred limpia los dientes del brazo perforador de su máquina, Leni tiende la ropa en el par de cuerdas que han colgado junto a la puerta de la cocina. Sopla un viento suave que atornilla la melena de la mujer sobre su frente. Con las manos mojadas, Leni se hace una cola y nota cómo unas diminutas pompas de jabón de lavar recorren su nuca desnuda.

Los Taggart representan el viejo orden social amamantado bajo la doctrina de que todo ser humano tiene derecho a poseer un lugar. Freddie creció entre plantaciones de remolacha, a la sombra de un padre protector que hacía de la economía rural su razón de ser. En las noches de primavera, la hermana de Freddie le despertaba al otro lado de su ventana para pedirle que la acompañase a dar un paseo por los campos de cultivo. Freddie apenas podía entreabrir los ojos, tal era su sueño profundo, pero era capaz de distinguir la voz de Emily como quien divisa una llama en mitad de la oscuridad. En una de esas noches, Emily desaparecería en mitad del campo, dejando atrás el tacto áspero de su camisón de dormir, sus brazos surcados de minúsculas pecas y el cuello blanco tapizado por una hilera de rizos caracoleados. Detalles, todos ellos, inexactos que el pequeño Freddie escondió en su memoria para evocar, noche tras noche, la imagen de una hermana ausente en tiempos donde la fotografía no había encontrado su hueco en la vida de las familias modestas.

Puede que el relato describa la odisea de Freddie por conservar sus recuerdos, por aislarlos tal y como hace con la tierra de cultivo de su granja, donde cada palmo es útil para la cosecha. También, pues, cada palmo de una memoria enquistada en la desaparición de Emily. A buen seguro, Leni percibe la melancolía de su marido, escucha el sollozo nocturno que amortigua la almohada de la cama de matrimonio. Quizá, como Tadao, Freddie necesita construir un lugar en el que el presente pueda comunicarse con el pasado, donde la promesa de una historia que sigue su curso encuentre su expresión. Emily nunca volverá, más allá de una serie de recuerdos sobrenaturales que la mente de Fred liberará durante algunos pasajes. Sin embargo, su presencia se hará notar de forma palpable, tal será la intensidad del dolor, que por un momento Taggart podrá acceder a ese otro mundo donde Emily le espera escondida entre la plantación de la granja familiar.

Todos reaccionamos de manera diferente ante la pérdida, pues el elemento cohesionador es la sensación de dolor en la que nos abandonamos. Fred Taggart carece de un impulso creador, de ahí que solo pueda materializar el recuerdo de su hermana desaparecida a través de la enumeración obsesiva de sus rasgos físicos. Nadie sabe, ese es el problema, si la imagen mental de Emily se corresponderá con aquella hermanita que Freddie perdió de vista cuando no había cumplido los doce años. Para el hermano que continúa con su vida, la posibilidad de reencontrarse con ese fantasma del pasado colma el daño acumulado durante todo este tiempo. No es un sustituto, sino la viñeta que falta para poder cerrar una historia inacabada.

Con la imagen de Freddie en la cabeza, me acuerdo de Martha, de cómo gestiona la muerte de su pareja. El concepto de gestión encaja dentro de la visión crítica que enarbola Charlie Brooker en Black Mirror. No se trata de evocar o imaginar, sino de gestionar unos datos dolorosos que debemos ubicar en una nueva carpeta. La tecnología nos proporciona una serie de estrategias para canalizar ese dolor, ese adiós inevitable a aquellos que amamos. Una voz telefónica y un algoritmo, la inteligencia artificial en su versión más refinada, recrean la voz de Ash al otro lado de la línea. Una voz que recaba información sobre el fallecido a través de un gesto de consolación tan humano como el de conversar. Martha escucha la voz de Ash, como si su móvil estuviese conectado directamente con el limbo, mientras alimenta la identidad -la realidad- proporcionándole detalles básicos. Tal vez, como le sucedía a Taggart con su reconstrucción mental de Emily, esa voz no sea, a pesar de su sofisticación, la de Ash. Sin embargo, sus palabras rellenan una serie de viñetas que habían quedado vacías.

Ante el conflicto de Martha, atrapada en su incapacidad de despedirse -¿realmente existe, en positivo, la capacidad de decir adiós?-, Brooker introduce una serie de variables que ataquen la línea de flotación emocional. Ash conseguirá un avatar sintético mediante el cual interactuar en el mismo plano de realidad con Martha; mantendrán relaciones; disfrutarán de una vida en común; vivirán. Pero Martha, como le sucederá a Taggart si llego a ese punto de la novela, percibe la prótesis emocional que ha colocado para salvar el dolor de su pérdida. La tecnología, al fin y al cabo, no puede replicar cada detalle, cada diminuto recuerdo emotivo, que nuestra memoria almacena. La euforia del regreso, de esos pasajes de convivencia, no tardará en dispersarse para dejar lugar a la tristeza, incluso el terror, ante una criatura artificial que aúna rastros de una identidad en una carcasa sin vida.

Entre Freddie y Martha se da un paralelismo tan cercano como el que sucedía entre las ilustraciones de Slocombe y Tadao. Ambos son otros dos fragmentos de celuloide empalmados en la misma película. Si la pena de Fred se ahogaba en un tiempo donde las imágenes mecánicas no tenían predicamento, el dolor de Martha se captura a la velocidad de actualización de una red social, en multicámara y comentado a través de un hashtag. O, lo que es lo mismo, el dolor se derrama en mecanismos artificiales que puedan apaciguar la herida que no cierra, que no conoce final. Entre el pasado y ese futuro inmediato que protagoniza Martha late la misma inquietud ante la desaparición y el duelo, la misma obsesión por el regreso, la continuación del orden interrumpido.

Aquella mañana de domingo termino de leer un capítulo de Pilote de guerre mientras, en silencio, pienso en la brecha que surca el presente de Martha. Quizá Brooker, como Slocombe y Tadao, sea el ilustrador de ese recuadro en blanco que acompaña al diálogo del relato. La diferencia, aquí, consiste en advertir que el tiempo de Brooker es el del terror y no el del romanticismo, el de la emulación y no el de la emoción. El arte de poner en tela de juicio el romanticismo, el encantamiento, de la narración. Todas las historias contadas hablan de un regreso, pero solo una de ellas lo afronta como una carga que nos recuerda nuestra incapacidad para saber cómo tratarlo. Entre 1944, año en el que termina una historia, y 2012, se ha producido un cambio; una imagen ha sustituido a la otra, el temblor por el terror. La mañana de verano en la que Tadao dibuja castillo en el cielo deja paso a la tarde otoñal en la que Martha descubre, a través de un intruso en el altillo de su hogar, el peso de sus recuerdos. Todas las historias descubren un problema espacial: dónde poner aquella porción de memoria que traemos de vuelta a la vida. Todas las historias describen un regreso. La mía empieza con las primeras luces de una mañana de domingo.  

sábado, 24 de noviembre de 2012

Historia de una foto



En algún rincón de la vieja casa familiar, entre las cajas que sobrevivieron a las sucesivas mudanzas, debe estar escondida la cámara Super 8 que mi tío compró en pleno apogeo del sistema -en 1974, tal vez un poco más adelante. Recuerdo cómo, cuando apenas había cumplido ocho años, puso entre mis manos el mango de la cámara y me animó a registrar esa porción de vida doméstica que, nada más alzar la vista, se hallaba al otro lado de la lente. El contenido de la grabación, que apenas sobrepasaría tres minutos de una escena mal iluminada -pasillo blanco, descascarillado, con roces en las paredes a la altura de las rodillas de un adulto, mi madre y mi tía hablando de alguna cosa-, quedó velado tras permanecer más de veinte años guardado en un sobre junto a otras cintas. Aquel primer impulso creativo fue, si embargo, uno de los últimos antes de perderse entre los objetos de un pasado que, tanto mis primos como yo, nunca sentimos cercano.

La acción del tiempo consiguió borrar parte de esos recuerdos guardados en sobres de oficina. Así, las imágenes del tramo que engarzaba los primeros años de matrimonio de mis padres con mis primeros años de vida se resumían en un preciso relato oral de viajes y pequeños gestos -esos días de verano en los que, a fuerza de contar la historia, casi podría rememorar el paisaje recortado por la capota de mi cochecito de bebé; de fotografías con mensajes cortos escritos en el dorso. En una de ellas, salgo acariciando la mejilla de mi abuelo paterno, que moriría poco después, al que solo puedo evocar a través de dos o tres frases que recuerdo e imágenes como la que comentaba. Tras la imagen aparece escrita una fecha, 1990, con una letra que no identifico como familiar, quizá la del encargado de la tienda de revelado de fotografías. Esa fotografía siempre me hace recordar el tacto de las sábanas secándose al sol en el tendedero que teníamos en el patio de nuestra casa; las películas mudas de animación que proyectaba sobre la pared de mi habitación; el manillar cromado de una motocicleta de juguete que conduje en dos ocasiones; o el olor a leña apilada en una tienda en la que comprábamos para encender el fuego en las noches más frías. Una constelación de vivencias que siguen resucitando todo aquello que la falta de imágenes fundió a negro.

Tras varias décadas escondidas entre los ficheros y archivadores del escritorio, nos animamos a pasar a vídeo las grabaciones de aquellos recuerdos. ¿Qué nos llevó a ese cambio? La memoria de mi infancia podía añadir un nuevo episodio: el sonido de los estorninos en las copas de los árboles o la hilera de cuentos infantiles que colocaba en el suelo para marcar mi sendero hacia la cocina tendrían un capítulo más. Así, el revelado de aquellas cintas deterioradas acabó sintetizado en un disco de apenas diez minutos de duración. Tantos años encapsulados en esas cintas, tantas aventuras reflejadas en minúsculas ráfagas de imágenes -siempre he pensado en el Super 8 como un arte de la ráfaga, impulsivo y enemigo de la narración cinematográfica-, que ahora sucumbían ante el vértigo de unos pocos minutos. En un gesto poco habitual en ella, mi madre se animó a rescatar casi doce años de vida cuyos sentimientos habíamos olvidado.

Viaje a Galicia, un fin de semana en León, bautizo y mi segundo cumpleaños. Ese era el contenido de las filmaciones. Colores apagados, como solo el tiempo y la iluminación natural pueden capturar, rostros de otra juventud y personas que hablan, que nunca dejan de hablar, a la cámara. Me cuesta sostenerme por mí solo mientras mi padre barre con la cámara, en un movimiento casi fluido, la tarta de cumpleaños -con una dedicatoria escrita con virutas de chocolate-, el oso gigante que me regalaron y yo mismo perdido en la butaca de mi abuelo. Todos hablan, pero la cinta no registró el sonido y, en su lugar, la banda ha sido sustituida por algún standard musical. Vernos en esa pequeña filmación nos recuerda todo aquello que hemos perdido -más de la mitad de la familia desapareció consumida en sus últimos años de vejez-, pero también esa extraña calidez que despiden las imágenes. A menudo hablamos de nostalgia o de memoria de manera superficial, sin dotar de mayor profundidad a ambos conceptos. Ante esas imágenes familiares, que el paso del tiempo ha extrañado en nuestro recuerdo, no estamos del todo seguros de si lo que sentimos es nostalgia del pasado. Tal vez, si nos preguntasen nada más terminar el visionado, no sabríamos describir en qué consiste esa sensación.

Hace unos meses te escribí una carta para explicarte cómo había ligado un episodio que explica el cineasta mexicano Fernando Eimbcke en su correspondencia con la realizadora coreana So Yong Kim con una vivencia familiar. En su correspondencia, Eimbcke rememora junto a su madre la enfermedad degenerativa que acabó con la vida de su padre. A partir de las fotografías y de un diálogo en el que duele escuchar el temblor de la voz -la duda, la exhumación del pasado- de la madre, Eimbcke perfila el retrato de un padre al que, desde la distancia, parece no conocer. La falta de documentación, pues no hay vídeos ni audio, no es un obstáculo para que la madre resucite un relato familiar. En aquella carta te expliqué que me identificaba con el temblor de la madre, con esa vacilación como de no saber qué palabra escoger cuando recuerdas un fragmento de tu vida al observar una vieja foto. Fernando, en cambio, insiste sobre ese punto, tal vez porque el relato que quiere escuchar es uno que le explique por qué siente tan poco apego sobre esas imágenes, por qué parece pensar que no le pertenecen. En el fondo, temor y temblor forman prácticamente el mismo sentimiento entre madre e hijo.

Supongo que me pasa algo parecido a Fernando, en el sentido de que la acción del tiempo sobre nuestra madurez termina dibujando un retrato del mundo que no se corresponde con el que almacenamos en nuestra memoria. Hay viejos sentimientos a los que, por alguna extraña razón, ya no sabemos cómo llamar. Los etiquetamos como nostalgia, como memoria, pero en realidad aquellos alcanzan una profundidad emocional mayor. Tras terminar de ver la película familiar, hablamos de cómo el tiempo continúa vulnerando el poder de la imagen, porque apenas sentimos a nuestros abuelos, aunque ese recuerdo permanezca inscrito en un vídeo. Hablamos del tiempo que pasa, que construye nuevas casas, nuevas caras, nuevas vidas que sustituyen a las anteriores. A veces, supongo que por miedo, mi padre y yo hablamos del tiempo como si se tratase de un secreto que conviene mantener en silencio, como tantas otras cosas que suceden entre él y yo. Siempre me dice que diez años pasan muy rápido, aunque la velocidad nos afecte de un modo distinto. Por eso pensaba en los Eimbcke al volver a ver nuestro pequeño vídeo familiar. También yo me agarro a esa brizna de memoria, de hilos de vida que se escabullen entre el tiempo y nos regalan el recuerdo que queremos guardar a salvo del paso de los años; es lo que pienso cuando comparo la imagen de mi padre joven con la que puedo tener ahora que él mismo procesa su envejecimiento.

A mi padre la vejez le ha traído una melancolía temprana, que siempre sabe disfrazar cuando le hacen una foto o aparece en alguna celebración. Se trata de esa clase de tristeza que le hace pensar en el tiempo que queda, que le ha hecho olvidar cómo cazaba aquellos momentos de alegría y vida. Ante las imágenes de mi bautizo, en las que la cámara ilumina un recuerdo que nunca guardamos en fotografías, me explica cómo sostenía mi diminuto cuerpo entre sus manos, cómo era incapaz de describir el tacto insólito de una piel que solo tenía unos días de vida. Me dice que vivir, posiblemente, consistía en aprender a definir todos aquellos momentos únicos. Cuando ya has agotado las palabras, resulta difícil resistir a la melancolía de la vejez. Te queda esa especie de temblor como de no saber qué palabra escoger cuando recuerdas un fragmento de tu vida al observar una vieja foto.

En 1983, el año en que nací, Chris Marker estrenaba Sans Soleil. Hace poco, tras su muerte, decidí volver a verla -es una película que siempre me ha gustado ver a fragmentos, disfrutar tranquilamente de cada una de sus historias. Ahora, mientras recuerdo aquella película familiar con trozos de nuestro pasado, me viene a la mente la imagen de esos niños en una carretera de Islandia en 1965, que Marker describe como la imagen de la felicidad. Tras verla, creo que he conseguido responder por qué decidimos revelar, tantos años después, las películas en Super 8. Buscábamos la felicidad, la felicidad de mis padres, el momento en el que aún tenían toda una vida por delante para incorporar nuevas palabras, gestos y experiencias. Esa es la historia que encierra la foto que te envío. 

sábado, 18 de agosto de 2012

Historia de un sonido




Algunos días de la semana, a la misma hora en que las primeras luces de la calle anuncian el final de la tarde, un sonido, breve e intenso, recoge los ritmos del día que termina. Ese sonido, que sucede puntualmente desde hace años, trae consigo en cada repetición fragmentos de tu propia memoria: recuerda que vives en la misma casa desde hace dieciséis años —nunca habías vivido tanto tiempo en un mismo lugar; que cada vez que te asomas al balcón, mientras persigues la estela de ese ruido pasajero, observas el rastro blanco y desdibujado de una nube en el cielo; que has absorbido, hasta convertirlos en parte de tu mapa sonoro, los gritos de las máquinas del lavadero de coches y las risas de los niños del jardín de infancia que están a pocos metros de tu ventana. Pero, sobre todo, ese sonido, el planeo de una gaviota en su regreso a casa, te recuerda lo cerca que está tu hogar del mar. Hace años, antes de que la crisis del sector de la prensa obligase a suprimir secciones y suplementos de información, sabías que tu calle pertenecía al distrito marítimo porque, junto a la edición de fin de semana del periódico, venía un diario dedicado a las actividades de la zona. Incluso, recuerdas que en una ocasión entrevistaron a tu padre y tu madre recortó y conservó en una carpeta ese trozo de periódico. Ahora, en cambio, cada vez que grazna la gaviota —piensas en singular, pero nada te asegura que se trate de la misma ave—, tienes presente tu relación con el mar por otro motivo.

Una historia comienza una tarde, en otra ciudad, mientras camináis por el paseo de la playa. Habláis de ciudades de paso, de viajes y excursiones. Pensáis en cómo el mediterráneo une vuestros hogares de una forma tal que se os hace difícil de explicar. Tal vez, decís, vivir en una ciudad o en otra resulta más sencillo cuando tienes el mar como límite; nunca sientes que estás rodeado por calles, barrios, distritos, pedanías y pueblos que, arremolinados, marcan tu identidad cultural. Aquí, sin embargo, todo acaba y empieza en el mar, puerto de entrada y salida, promesa de un encuentro o de una partida en busca de una nueva casa. Piensas en aquel episodio de El espejo, de Andrei Tarkovski, que protagonizaba un grupo de españoles exiliados a Rusia tras la Guerra Civil.

Recuerdas haber leído que aquel fragmento no formaba parte originalmente de la película, sino que el propio Tarkovski lo integró en su guion después de que un amigo suyo, exiliado español, abortase la posibilidad de rodar un largometraje. Recuerdas el extraño acento español, cada vez más distanciado del origen, con el que se expresan los personajes. Pero, sobre todo, recuerdas esa vieja copla que irrumpe en la banda sonora para hablar del mar, de cómo el agua conduce el sonido de dos voces allá donde estén, como si entre ellas apenas hubiese distancia. Imaginas la orilla helada de una playa rusa, donde la espuma ha cuajado en carámbanos de hielo color turquesa. Te agachas, junto a la arena húmeda, y pones el oído sobre la superficie lisa del hielo. Escuchas, atentamente, todos los sonidos que el agua ha arrastrado hasta congelar en la orilla; todas las historias y las voces que ha encapsulado la marejada del día anterior. De alguna manera, ese trozo de hielo es la expresión de la nostalgia que arrastra el mar.

Esa tarde coges el último tren de regreso a casa. Con el vagón casi vacío, la iluminación artificial del coche impide que distingas el paisaje desde la ventana. Sin embargo, sabes por costumbre que en esa zona oscura puntualmente destacada por alguna señal luminosa está el mar. Cierras las manos a modo de visera contra el cristal, pero apenas intuyes retazos de esa playa nocturna de aguas tranquilas por la que acabas de pasar. Por un momento piensas en aquel libro de Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor. Uno de los protagonistas de su ficción es el pintor Mark Rothko. De nombre real Rothkowitz, futuro puntal del expresionismo abstracto, había nacido a principios de siglo en Letonia. En su libro, Menéndez Salmón explica —o, tal vez, fantasea— el origen de la pintura de Rothko: emigrado a Estados Unidos, el pequeño Mark dice adiós a su origen letón mientras pierde de vista, tras la ventana del tren, aquellos paisajes que constituyeron su Daugavpils natal. Impactado por su temprano exilio, Rothko hace del trazo obsesivo de cuadros como Rojo y Azul el recuerdo de ese paisaje infantil que no pudo congelar en el marco de la ventana del tren.

Unos días después de terminar el libro, sientes que necesitas saber todo sobre Rothko. Cuadros, etapas, amistades, declaraciones se entremezclan en tu deseo de penetrar la cáscara de relatos encapsulados bajo un apellido. Lees sobre la capilla de Houston para la que pintó unos murales. Lees unas declaraciones en las que advierte la obligación de pulverizar la enorme cantidad de lugares que se adhieren a un mismo concepto. Piensas en el dolor de esa afirmación, en el miedo que infunde remontar la corriente de tu memoria y encontrar aquellas imágenes cuya descripción apenas balbuceas. Piensas en la definición de casa de Mark Rothko: líneas paralelas, trazos perpendiculares, colores básicos, palabras que reprimen la derivación de nuevas palabras. Una tautología. ¿Será ese el sentido de la melancolía? Te preguntas.

Mientras la historia de aquella tarde tiene lugar, un músico francés, de nombre Anthony Gonzales, detiene su coche en mitad de un desierto californiano. Parapetado tras su PowerBook, Anthony graba sonidos nocturnos y pequeñas pistas de audio que posteriormente integrará en el disco que prepara. Todavía no tiene pensado cómo titularlo, pero sí qué transmitir: la búsqueda de un sentimiento que le ayude a comprender la larga travesía que entrañan los primeros años de la madurez. A través de una depuración formal cada vez más exigente, Anthony ha creado diferentes paisajes musicales empeñados en describir pasajes de efímera felicidad, tan salvajes como inocentes, que de alguna forma recogen aquel éxtasis de juventud. A diferencia de Rothko, la búsqueda de Anthony se produce a partir de las raíces de nuestros recuerdos, de cada pequeño episodio emocional que guardamos en algún rincón de la memoria. Lejos de reprimirlos, son ellos los que conceden su razón de ser a ese otro relato de madurez en el que nos inscribimos.

Mark Rothko terminó con su vida. Hay quien piensa que la oscuridad de sus últimas pinturas agotó de tal manera el espectro del color que solo a través de su propia muerte podía expresar su agonía interior; el último lienzo era su mismo cuerpo, cuya frustración ahogaba esa búsqueda eterna: quiénes somos y quiénes fuimos. Piensas en el interior de la Capilla de Rothko como si se tratase de una cámara anecoica. Ilustrada por sus lienzos, la Capilla absorbe cada sonido hasta reducir el lugar a su partícula básica. Imaginas al viejo Mark, símbolo del expresionismo abstracto, sentado en el centro de su cámara privada mientras contempla su obra. Desnudo de sonidos prescindibles, de palabras y recuerdos, Rothko escucha el último latido de su corazón, el último trazo de su pintura, el último color de su espectro; alcanza su sueño de despojar de complementos su propia vida. Por fin, antes de la muerte, es capaz de observar ese origen que ninguna de sus obras pudo asir; el origen que se evaporaba en cada línea de pintura. El sonido de ese origen está en el ruido de su interior.

Anthony culmina su proyecto musical sobre el espíritu de la juventud, una obra barroca, colosal y extensa, con el sonido de unas olas que rompen en alguna orilla. Todo el disco está atravesado por sonidos que interrumpen —que humanizan— sus largos paisajes artificiales. A veces es el canto de un pájaro el que se cuela en mitad de un episodio de amor juvenil; a veces una cascada de agua ilustra la torrencial ambición de su proyecto. Sin embargo, sabes que esos sonidos constituyen el verdadero discurso del disco, la esencia de aquellos lugares de la memoria que Gonzales ha impreso selectivamente en el cuerpo de cada tema. Son como el sonido de esa gaviota que tantas tardes te recuerda la presencia del mar, los dieciséis años que has pasado viviendo en la misma casa.

La historia del sonido de una gaviota concluye una tarde de Agosto. Habláis del tiempo que pasa, del sentimiento de pertenencia sobre un lugar. A menudo, le dices, piensas que ese sonido no es más que un obstáculo, uno de tantos, para lidiar con la responsabilidad de tomar decisiones. Le dices que aquel graznido de la gaviota te hizo pensar en la riqueza con que describes tu pasado y, en cambio, la modestia con que expresas tu presente, tu ahora. Preferirías invertir los términos. Camináis hacia una pequeña escalinata colonizada por turistas extranjeros. Una bandada de aves traza una extraña cuadrícula en el cielo enrojecido. Unos segundos después, la cuadrícula se desvanece en pequeños grupos sin orden y con direcciones opuestas. Os hacéis una foto juntos. Volvéis a casa hablando de la creación literaria, de tu necesidad de ficcionar determinados episodios de la Historia. Piensas en aquel trozo de hielo congelado en la orilla de una playa rusa, en la cantidad de relatos que recogió el agua en cada puerto de embarque que cruzó. El sonido de esa gaviota ha recogido dieciséis años de tu vida, con sus cosas prescindibles e importantes, pero también ha congelado la nostalgia de aquellos años. Ahora, le dices, necesitas encontrar otro hogar. Empezar una nueva historia, un nuevo sonido que describa lo que está por venir.