sábado, 24 de noviembre de 2012

Historia de una foto



En algún rincón de la vieja casa familiar, entre las cajas que sobrevivieron a las sucesivas mudanzas, debe estar escondida la cámara Super 8 que mi tío compró en pleno apogeo del sistema -en 1974, tal vez un poco más adelante. Recuerdo cómo, cuando apenas había cumplido ocho años, puso entre mis manos el mango de la cámara y me animó a registrar esa porción de vida doméstica que, nada más alzar la vista, se hallaba al otro lado de la lente. El contenido de la grabación, que apenas sobrepasaría tres minutos de una escena mal iluminada -pasillo blanco, descascarillado, con roces en las paredes a la altura de las rodillas de un adulto, mi madre y mi tía hablando de alguna cosa-, quedó velado tras permanecer más de veinte años guardado en un sobre junto a otras cintas. Aquel primer impulso creativo fue, si embargo, uno de los últimos antes de perderse entre los objetos de un pasado que, tanto mis primos como yo, nunca sentimos cercano.

La acción del tiempo consiguió borrar parte de esos recuerdos guardados en sobres de oficina. Así, las imágenes del tramo que engarzaba los primeros años de matrimonio de mis padres con mis primeros años de vida se resumían en un preciso relato oral de viajes y pequeños gestos -esos días de verano en los que, a fuerza de contar la historia, casi podría rememorar el paisaje recortado por la capota de mi cochecito de bebé; de fotografías con mensajes cortos escritos en el dorso. En una de ellas, salgo acariciando la mejilla de mi abuelo paterno, que moriría poco después, al que solo puedo evocar a través de dos o tres frases que recuerdo e imágenes como la que comentaba. Tras la imagen aparece escrita una fecha, 1990, con una letra que no identifico como familiar, quizá la del encargado de la tienda de revelado de fotografías. Esa fotografía siempre me hace recordar el tacto de las sábanas secándose al sol en el tendedero que teníamos en el patio de nuestra casa; las películas mudas de animación que proyectaba sobre la pared de mi habitación; el manillar cromado de una motocicleta de juguete que conduje en dos ocasiones; o el olor a leña apilada en una tienda en la que comprábamos para encender el fuego en las noches más frías. Una constelación de vivencias que siguen resucitando todo aquello que la falta de imágenes fundió a negro.

Tras varias décadas escondidas entre los ficheros y archivadores del escritorio, nos animamos a pasar a vídeo las grabaciones de aquellos recuerdos. ¿Qué nos llevó a ese cambio? La memoria de mi infancia podía añadir un nuevo episodio: el sonido de los estorninos en las copas de los árboles o la hilera de cuentos infantiles que colocaba en el suelo para marcar mi sendero hacia la cocina tendrían un capítulo más. Así, el revelado de aquellas cintas deterioradas acabó sintetizado en un disco de apenas diez minutos de duración. Tantos años encapsulados en esas cintas, tantas aventuras reflejadas en minúsculas ráfagas de imágenes -siempre he pensado en el Super 8 como un arte de la ráfaga, impulsivo y enemigo de la narración cinematográfica-, que ahora sucumbían ante el vértigo de unos pocos minutos. En un gesto poco habitual en ella, mi madre se animó a rescatar casi doce años de vida cuyos sentimientos habíamos olvidado.

Viaje a Galicia, un fin de semana en León, bautizo y mi segundo cumpleaños. Ese era el contenido de las filmaciones. Colores apagados, como solo el tiempo y la iluminación natural pueden capturar, rostros de otra juventud y personas que hablan, que nunca dejan de hablar, a la cámara. Me cuesta sostenerme por mí solo mientras mi padre barre con la cámara, en un movimiento casi fluido, la tarta de cumpleaños -con una dedicatoria escrita con virutas de chocolate-, el oso gigante que me regalaron y yo mismo perdido en la butaca de mi abuelo. Todos hablan, pero la cinta no registró el sonido y, en su lugar, la banda ha sido sustituida por algún standard musical. Vernos en esa pequeña filmación nos recuerda todo aquello que hemos perdido -más de la mitad de la familia desapareció consumida en sus últimos años de vejez-, pero también esa extraña calidez que despiden las imágenes. A menudo hablamos de nostalgia o de memoria de manera superficial, sin dotar de mayor profundidad a ambos conceptos. Ante esas imágenes familiares, que el paso del tiempo ha extrañado en nuestro recuerdo, no estamos del todo seguros de si lo que sentimos es nostalgia del pasado. Tal vez, si nos preguntasen nada más terminar el visionado, no sabríamos describir en qué consiste esa sensación.

Hace unos meses te escribí una carta para explicarte cómo había ligado un episodio que explica el cineasta mexicano Fernando Eimbcke en su correspondencia con la realizadora coreana So Yong Kim con una vivencia familiar. En su correspondencia, Eimbcke rememora junto a su madre la enfermedad degenerativa que acabó con la vida de su padre. A partir de las fotografías y de un diálogo en el que duele escuchar el temblor de la voz -la duda, la exhumación del pasado- de la madre, Eimbcke perfila el retrato de un padre al que, desde la distancia, parece no conocer. La falta de documentación, pues no hay vídeos ni audio, no es un obstáculo para que la madre resucite un relato familiar. En aquella carta te expliqué que me identificaba con el temblor de la madre, con esa vacilación como de no saber qué palabra escoger cuando recuerdas un fragmento de tu vida al observar una vieja foto. Fernando, en cambio, insiste sobre ese punto, tal vez porque el relato que quiere escuchar es uno que le explique por qué siente tan poco apego sobre esas imágenes, por qué parece pensar que no le pertenecen. En el fondo, temor y temblor forman prácticamente el mismo sentimiento entre madre e hijo.

Supongo que me pasa algo parecido a Fernando, en el sentido de que la acción del tiempo sobre nuestra madurez termina dibujando un retrato del mundo que no se corresponde con el que almacenamos en nuestra memoria. Hay viejos sentimientos a los que, por alguna extraña razón, ya no sabemos cómo llamar. Los etiquetamos como nostalgia, como memoria, pero en realidad aquellos alcanzan una profundidad emocional mayor. Tras terminar de ver la película familiar, hablamos de cómo el tiempo continúa vulnerando el poder de la imagen, porque apenas sentimos a nuestros abuelos, aunque ese recuerdo permanezca inscrito en un vídeo. Hablamos del tiempo que pasa, que construye nuevas casas, nuevas caras, nuevas vidas que sustituyen a las anteriores. A veces, supongo que por miedo, mi padre y yo hablamos del tiempo como si se tratase de un secreto que conviene mantener en silencio, como tantas otras cosas que suceden entre él y yo. Siempre me dice que diez años pasan muy rápido, aunque la velocidad nos afecte de un modo distinto. Por eso pensaba en los Eimbcke al volver a ver nuestro pequeño vídeo familiar. También yo me agarro a esa brizna de memoria, de hilos de vida que se escabullen entre el tiempo y nos regalan el recuerdo que queremos guardar a salvo del paso de los años; es lo que pienso cuando comparo la imagen de mi padre joven con la que puedo tener ahora que él mismo procesa su envejecimiento.

A mi padre la vejez le ha traído una melancolía temprana, que siempre sabe disfrazar cuando le hacen una foto o aparece en alguna celebración. Se trata de esa clase de tristeza que le hace pensar en el tiempo que queda, que le ha hecho olvidar cómo cazaba aquellos momentos de alegría y vida. Ante las imágenes de mi bautizo, en las que la cámara ilumina un recuerdo que nunca guardamos en fotografías, me explica cómo sostenía mi diminuto cuerpo entre sus manos, cómo era incapaz de describir el tacto insólito de una piel que solo tenía unos días de vida. Me dice que vivir, posiblemente, consistía en aprender a definir todos aquellos momentos únicos. Cuando ya has agotado las palabras, resulta difícil resistir a la melancolía de la vejez. Te queda esa especie de temblor como de no saber qué palabra escoger cuando recuerdas un fragmento de tu vida al observar una vieja foto.

En 1983, el año en que nací, Chris Marker estrenaba Sans Soleil. Hace poco, tras su muerte, decidí volver a verla -es una película que siempre me ha gustado ver a fragmentos, disfrutar tranquilamente de cada una de sus historias. Ahora, mientras recuerdo aquella película familiar con trozos de nuestro pasado, me viene a la mente la imagen de esos niños en una carretera de Islandia en 1965, que Marker describe como la imagen de la felicidad. Tras verla, creo que he conseguido responder por qué decidimos revelar, tantos años después, las películas en Super 8. Buscábamos la felicidad, la felicidad de mis padres, el momento en el que aún tenían toda una vida por delante para incorporar nuevas palabras, gestos y experiencias. Esa es la historia que encierra la foto que te envío. 

sábado, 18 de agosto de 2012

Historia de un sonido




Algunos días de la semana, a la misma hora en que las primeras luces de la calle anuncian el final de la tarde, un sonido, breve e intenso, recoge los ritmos del día que termina. Ese sonido, que sucede puntualmente desde hace años, trae consigo en cada repetición fragmentos de tu propia memoria: recuerda que vives en la misma casa desde hace dieciséis años —nunca habías vivido tanto tiempo en un mismo lugar; que cada vez que te asomas al balcón, mientras persigues la estela de ese ruido pasajero, observas el rastro blanco y desdibujado de una nube en el cielo; que has absorbido, hasta convertirlos en parte de tu mapa sonoro, los gritos de las máquinas del lavadero de coches y las risas de los niños del jardín de infancia que están a pocos metros de tu ventana. Pero, sobre todo, ese sonido, el planeo de una gaviota en su regreso a casa, te recuerda lo cerca que está tu hogar del mar. Hace años, antes de que la crisis del sector de la prensa obligase a suprimir secciones y suplementos de información, sabías que tu calle pertenecía al distrito marítimo porque, junto a la edición de fin de semana del periódico, venía un diario dedicado a las actividades de la zona. Incluso, recuerdas que en una ocasión entrevistaron a tu padre y tu madre recortó y conservó en una carpeta ese trozo de periódico. Ahora, en cambio, cada vez que grazna la gaviota —piensas en singular, pero nada te asegura que se trate de la misma ave—, tienes presente tu relación con el mar por otro motivo.

Una historia comienza una tarde, en otra ciudad, mientras camináis por el paseo de la playa. Habláis de ciudades de paso, de viajes y excursiones. Pensáis en cómo el mediterráneo une vuestros hogares de una forma tal que se os hace difícil de explicar. Tal vez, decís, vivir en una ciudad o en otra resulta más sencillo cuando tienes el mar como límite; nunca sientes que estás rodeado por calles, barrios, distritos, pedanías y pueblos que, arremolinados, marcan tu identidad cultural. Aquí, sin embargo, todo acaba y empieza en el mar, puerto de entrada y salida, promesa de un encuentro o de una partida en busca de una nueva casa. Piensas en aquel episodio de El espejo, de Andrei Tarkovski, que protagonizaba un grupo de españoles exiliados a Rusia tras la Guerra Civil.

Recuerdas haber leído que aquel fragmento no formaba parte originalmente de la película, sino que el propio Tarkovski lo integró en su guion después de que un amigo suyo, exiliado español, abortase la posibilidad de rodar un largometraje. Recuerdas el extraño acento español, cada vez más distanciado del origen, con el que se expresan los personajes. Pero, sobre todo, recuerdas esa vieja copla que irrumpe en la banda sonora para hablar del mar, de cómo el agua conduce el sonido de dos voces allá donde estén, como si entre ellas apenas hubiese distancia. Imaginas la orilla helada de una playa rusa, donde la espuma ha cuajado en carámbanos de hielo color turquesa. Te agachas, junto a la arena húmeda, y pones el oído sobre la superficie lisa del hielo. Escuchas, atentamente, todos los sonidos que el agua ha arrastrado hasta congelar en la orilla; todas las historias y las voces que ha encapsulado la marejada del día anterior. De alguna manera, ese trozo de hielo es la expresión de la nostalgia que arrastra el mar.

Esa tarde coges el último tren de regreso a casa. Con el vagón casi vacío, la iluminación artificial del coche impide que distingas el paisaje desde la ventana. Sin embargo, sabes por costumbre que en esa zona oscura puntualmente destacada por alguna señal luminosa está el mar. Cierras las manos a modo de visera contra el cristal, pero apenas intuyes retazos de esa playa nocturna de aguas tranquilas por la que acabas de pasar. Por un momento piensas en aquel libro de Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor. Uno de los protagonistas de su ficción es el pintor Mark Rothko. De nombre real Rothkowitz, futuro puntal del expresionismo abstracto, había nacido a principios de siglo en Letonia. En su libro, Menéndez Salmón explica —o, tal vez, fantasea— el origen de la pintura de Rothko: emigrado a Estados Unidos, el pequeño Mark dice adiós a su origen letón mientras pierde de vista, tras la ventana del tren, aquellos paisajes que constituyeron su Daugavpils natal. Impactado por su temprano exilio, Rothko hace del trazo obsesivo de cuadros como Rojo y Azul el recuerdo de ese paisaje infantil que no pudo congelar en el marco de la ventana del tren.

Unos días después de terminar el libro, sientes que necesitas saber todo sobre Rothko. Cuadros, etapas, amistades, declaraciones se entremezclan en tu deseo de penetrar la cáscara de relatos encapsulados bajo un apellido. Lees sobre la capilla de Houston para la que pintó unos murales. Lees unas declaraciones en las que advierte la obligación de pulverizar la enorme cantidad de lugares que se adhieren a un mismo concepto. Piensas en el dolor de esa afirmación, en el miedo que infunde remontar la corriente de tu memoria y encontrar aquellas imágenes cuya descripción apenas balbuceas. Piensas en la definición de casa de Mark Rothko: líneas paralelas, trazos perpendiculares, colores básicos, palabras que reprimen la derivación de nuevas palabras. Una tautología. ¿Será ese el sentido de la melancolía? Te preguntas.

Mientras la historia de aquella tarde tiene lugar, un músico francés, de nombre Anthony Gonzales, detiene su coche en mitad de un desierto californiano. Parapetado tras su PowerBook, Anthony graba sonidos nocturnos y pequeñas pistas de audio que posteriormente integrará en el disco que prepara. Todavía no tiene pensado cómo titularlo, pero sí qué transmitir: la búsqueda de un sentimiento que le ayude a comprender la larga travesía que entrañan los primeros años de la madurez. A través de una depuración formal cada vez más exigente, Anthony ha creado diferentes paisajes musicales empeñados en describir pasajes de efímera felicidad, tan salvajes como inocentes, que de alguna forma recogen aquel éxtasis de juventud. A diferencia de Rothko, la búsqueda de Anthony se produce a partir de las raíces de nuestros recuerdos, de cada pequeño episodio emocional que guardamos en algún rincón de la memoria. Lejos de reprimirlos, son ellos los que conceden su razón de ser a ese otro relato de madurez en el que nos inscribimos.

Mark Rothko terminó con su vida. Hay quien piensa que la oscuridad de sus últimas pinturas agotó de tal manera el espectro del color que solo a través de su propia muerte podía expresar su agonía interior; el último lienzo era su mismo cuerpo, cuya frustración ahogaba esa búsqueda eterna: quiénes somos y quiénes fuimos. Piensas en el interior de la Capilla de Rothko como si se tratase de una cámara anecoica. Ilustrada por sus lienzos, la Capilla absorbe cada sonido hasta reducir el lugar a su partícula básica. Imaginas al viejo Mark, símbolo del expresionismo abstracto, sentado en el centro de su cámara privada mientras contempla su obra. Desnudo de sonidos prescindibles, de palabras y recuerdos, Rothko escucha el último latido de su corazón, el último trazo de su pintura, el último color de su espectro; alcanza su sueño de despojar de complementos su propia vida. Por fin, antes de la muerte, es capaz de observar ese origen que ninguna de sus obras pudo asir; el origen que se evaporaba en cada línea de pintura. El sonido de ese origen está en el ruido de su interior.

Anthony culmina su proyecto musical sobre el espíritu de la juventud, una obra barroca, colosal y extensa, con el sonido de unas olas que rompen en alguna orilla. Todo el disco está atravesado por sonidos que interrumpen —que humanizan— sus largos paisajes artificiales. A veces es el canto de un pájaro el que se cuela en mitad de un episodio de amor juvenil; a veces una cascada de agua ilustra la torrencial ambición de su proyecto. Sin embargo, sabes que esos sonidos constituyen el verdadero discurso del disco, la esencia de aquellos lugares de la memoria que Gonzales ha impreso selectivamente en el cuerpo de cada tema. Son como el sonido de esa gaviota que tantas tardes te recuerda la presencia del mar, los dieciséis años que has pasado viviendo en la misma casa.

La historia del sonido de una gaviota concluye una tarde de Agosto. Habláis del tiempo que pasa, del sentimiento de pertenencia sobre un lugar. A menudo, le dices, piensas que ese sonido no es más que un obstáculo, uno de tantos, para lidiar con la responsabilidad de tomar decisiones. Le dices que aquel graznido de la gaviota te hizo pensar en la riqueza con que describes tu pasado y, en cambio, la modestia con que expresas tu presente, tu ahora. Preferirías invertir los términos. Camináis hacia una pequeña escalinata colonizada por turistas extranjeros. Una bandada de aves traza una extraña cuadrícula en el cielo enrojecido. Unos segundos después, la cuadrícula se desvanece en pequeños grupos sin orden y con direcciones opuestas. Os hacéis una foto juntos. Volvéis a casa hablando de la creación literaria, de tu necesidad de ficcionar determinados episodios de la Historia. Piensas en aquel trozo de hielo congelado en la orilla de una playa rusa, en la cantidad de relatos que recogió el agua en cada puerto de embarque que cruzó. El sonido de esa gaviota ha recogido dieciséis años de tu vida, con sus cosas prescindibles e importantes, pero también ha congelado la nostalgia de aquellos años. Ahora, le dices, necesitas encontrar otro hogar. Empezar una nueva historia, un nuevo sonido que describa lo que está por venir.  

domingo, 22 de julio de 2012

Historia de una elipsis



En El afán de la verdad, una nota breve que acompaña a la edición de las Jornadas de lectura de Marcel Proust, el autor francés Pierre Bergounioux dedica unas palabras a propósito del intervalo que abarcó la escritura de En busca del tiempo perdido. Ese paréntesis, que comprende casi tres décadas y un cambio de siglo, revela en el joven Marcel la búsqueda de una verdad que, una vez madurada, encontrará en su interior. Porque, ante todo, la historia de Proust, dirá Bergounioux, está escrita desde el coraje, no desde la inteligencia; desde los años que tardará en fermentar una imagen propia del mundo. Así, la elipsis que representa esa intención precoz —ambiciosa, inocente y también arrogante— que culmina con una obra adulta es, sin duda, la mejor síntesis del oficio de escribir sobre cada pequeño detalle que interviene en nuestra realidad.

Otra historia comienza durante un paseo nocturno en mayo. Hablamos con entusiasmo sobre cine, sobre la pasión del cine, sobre el apasionamiento de determinados cineastas. Recuerdo un mes perdido de 2007 durante el cual descubrí Friday Night Lights. Recuerdo el shock inicial que me produjo su episodio piloto, una inmersión en el entorno de Dillon (Texas) y su comunidad volcada en el fútbol americano. Recuerdo esa primera decisión de guion que acaba con la carrera del quarterback estrella del equipo para iniciar la carrera hacia la leyenda de ese microcosmos humano: rodillas hincadas, inocencia olímpica, infantilmente salvaje, que dibujan con tanto cariño como pasión la importancia del deporte como motor de todo un pueblo.

Aquel 2007 descubrí, mientras escribía reseñas breves de música, la obra del grupo tejano Explosions in the Sky. Me gustaban los títulos de sus temas, pues cada uno evocaba vastos universos íntimos que podían describir gestos tan diminutos e invisibles como el último esfuerzo creativo antes del aliento final. El sonido robusto de sus tres guitarras (más tarde dos y un bajo eléctrico) encapsulaba paisajes de belleza glauca, terrestre, extrañamente familiar, como si cada tema se arremolinase en ese lugar secreto donde habita nuestra memoria. Aquel 2007 supuso un viaje de ida y vuelta a Dillon, un encuentro primerizo con la fascinación que despierta la mitología americana (el fútbol, las relaciones humanas en núcleos tradicionalmente conservadores, el relieve de las figuras paternas como vectores de nuestra educación sentimental). Una primera huella que, como los títulos de las canciones de Explosions in the Sky, permanecería fresca en forma de promesa de escribir algún día sobre la belleza de los gestos que componen la realidad.

Esa noche de mayo hablamos del valor, del viejo sentimiento de nobleza que transmite la reacción de los jugadores ante la lesión de su compañero. De pronto, el escenario de Dillon se transmuta en epopeya de un pueblo que ha depositado su identidad colectiva en el terreno de juego. Su energía eleva a los jugadores a la categoría de héroes modernos, que batallan sobre la línea de cincuenta yardas para visar su futuro. Ese instante, en el que los cuerpos flotan sobre el tapiz antes de chocar violentamente en un placaje, combina su extraordinario lirismo con su trágica visión del mundo: los adolescentes protagonistas rozarán con sus dedos una primera madurez para la que no están preparados, como tampoco lo estaban aquellos adolescentes que el ejército norteamericano situó en las carlingas de sus bombarderos durante la gran guerra. Pierre Bergounioux rememora en B57-G la lluvia de pájaros de fuego sobre los bosques de Verdún y alrededores. Para un tal Smith, criado entre campos de centeno, cuya visión del mundo se reduce a la cosecha de trigo que recoge con sus manos expertas, el viaje a través del Atlántico consiste en la elipsis fundacional. Un salto que conecta dos realidades opuestas, la pequeña Ítaca familiar y el mundo cuyo desarrollo nunca parece afectarnos: el grano de trigo aprende a convivir con la bola de fuego del fuselaje ametrallado por la aviación alemana. Reconocemos la pérdida de nuestra inocencia.

Hablamos de Dillon, de cómo su obsesivo marcaje sobre el deporte hace que olvidemos que la mayoría de protagonistas son apenas adolescentes. No en vano, la serie lleva a cabo un énfasis especial a la hora de definir a sus dos personajes centrales, el matrimonio Taylor, como esos padres que modularán el carácter del pueblo. Los niños salvajes, construidos al calor de la idiosincrasia de la comunidad —éxito deportivo, glorificación nostálgica de una victoria efímera que representa una pequeña porción de nuestra vida—, necesitan a esa figura paterna que les ayude a canalizar su potencial para obtener algo más allá del triunfo pasajero; necesitan a esa figura materna para romper el cordón umbilical que les une a una serie de estereotipos basados en el pensamiento a corto plazo. Dillon se inscribe en esa mitología americana que todavía exalta, como episodios de una poética singular, la belleza de beber una cerveza templada mientras observamos desde una posición privilegiada el ocaso del día; de las máquinas que perforan el suelo rústico mientras liberan ese polvo acre que se nos pega en la garganta; del Alamo Freeze y sus mesas de aglomerado y formica en las que, cada tarde, tomamos un batido o una hamburguesa mientras hacemos tiempo para que llegue el viernes noche.

Escribo, nos escribimos, seguimos hablando de Friday Night Lights. Hablamos de esos momentos íntimos que la cámara parece captar de casualidad, como esa bandada de pájaros que organiza su dirección de vuelo mientras tiene lugar el entrenamiento vespertino del equipo. Hablamos de Tammi Taylor, de cómo la segunda temporada parece empeñada en convertirla en una neurótica incapaz de mantener su equilibrio tras la ausencia laboral de Eric; de cómo la serie se obstina en tomar malas decisiones capítulo a capítulo. Pienso en los dos amigos de Ahora sabréis lo que es correr, de Dave Eggers, en su huída sin rumbo ni dirección, zigzagueando por África mientras resuelven qué hacer con sus vidas. También la serie necesita, tras una primera temporada excelente, zigzaguear un poco para saber qué hacer con su historia. Sabemos que Eric volverá a Dillon, a los Panthers, a ese microcosmos enternecedor que, de buena mañana, empieza con la voz del locutor del programa deportivo acompañando las imágenes del pueblo. Todo estará allí donde lo dejamos por última vez, aunque notemos la presencia del que tal vez sea uno de los elementos de la serie: la cuidadosa manera de tratar el paso del tiempo, que produce la fermentación de una imagen propia del mundo.

Un día, cuando todavía recordamos aquella noche de mayo, nos preguntamos si existen otras ficciones, como Friday Night Lights, que no buscan la identificación con los personajes, sino facilitarnos la posibilidad de acompañarlos en su travesía. Nos imaginamos siguiendo, casi pegados a su espalda, la carrera de “Smash” Williams, el wide reciever de los Panthers, hacia el touchdown de la victoria. Sentimos su pulso descontrolado, la ceguera parcial que produce la adrenalina disparada, su manera de desplazar, de un manotazo autoritario, a cada linebacker que pretende impedir la anotación. La imagen parpadea, cambia de plano para mostrarnos a Eric y al resto del staff técnico siguiendo con sus miradas un movimiento al que continuamos pegados. A veces ralentiza su velocidad para enseñarnos cómo son los propios entrenadores los que acompañan a su jugador desde la línea técnica proporcionándole el aliento para culminar la jugada. Puede que ese movimiento que la serie suele mostrar a cámara lenta sea el signo que buscábamos para comprobar que allí no hay lugar para abandonar a nadie. La propia serie se aferra a sus personajes, los trata con un respeto insólito para un retrato televisivo sobre adolescentes.

Excepto Tim Riggins, cada uno de los protagonistas encontrará su lugar en el mundo, en el fútbol universitario o desarrollando sus aptitudes creativas. En cambio, Tim regresará a Dillon tras abandonar sus estudios, persiguiendo la fuerza de atracción que le hace sentir el pueblo. Recordamos aquel “Texas Forever” que pronuncia en medio de la hoguera nocturna pre-partido, mientras descubre que no hay mejor vida que en Dillon. Recordamos que su vuelta al pueblo parece la de Ulises a Ítaca, forzando el motor de su vieja camioneta para observar, cuanto antes, los primeros trazos sobre la carretera de ese paisaje familiar: los pequeños valles perdidos, las canteras de piedra en las que alguna vez aplastó latas vacías de cerveza… Nadie como Tim escribiría mejor la balada del pueblo, la épica de esas vidas minúsculas y apacibles.

La historia escribe su primer punto una tarde de julio. Después de rozar una y otra vez su sueño de entrenar a un equipo de mayor entidad, Eric acepta aparcar sus deseos para dejar que esta vez sea Tammi quien sí pueda realizarlos. Pienso en El árbol de la vida y en una de sus imágenes más hermosas: la casa anegada/vientre de la madre y el niño que intenta abrir la puerta de salida que le comunicará con el nuevo hogar en el que está a punto de recalar. Esa imagen nos invita a pensar que, pese a todos los avatares que rodean a nuestras vidas, siempre conservamos aquellas casas —materiales y emocionales; el río de las edades, como diría Bergounioux— que nos han visto crecer. Abandonamos Dillon, a los Panthers y a los Lions, ese efímero equipo que logró destronarlos. Pero conservamos ese primer hogar que nos permite buscar el siguiente, esa primera ficción de cuyo final nacerá la siguiente.

Una tarde de julio, Vince Howard, el quarterback estrella de los Lions, lanza el último envío del partido. El balón vuela, de forma casi sobrenatural, mientras seguimos las miradas de cada personaje. Una elipsis separa ese último envío de sus consecuencias, de ese futuro que está construyéndose a medida que el balón pierde velocidad y definición y se acerca a la zona de puntos. Este último instante durará ocho meses en las vidas de sus protagonistas. Disfrutamos por última vez de la belleza de Dillon, del viento que mece nuestras espaldas, del cálido sol que se oculta cuando finaliza el entrenamiento y la lluvia fina que acaricia nuestras nucas. Tim comienza la construcción de su nueva casa, bebe junto a su hermano mientras disfrutan de las primeras luces de la noche. Recordamos aquella noche de mayo, todo lo que ha sucedido en apenas dos meses. Dos meses, dos parpadeos, dos instantes que describen la belleza de los pequeños detalles, de ese río de acontecimientos que remolca (y retoma) cada experiencia de nuestras vidas. Una historia termina para poder empezar a escribir la siguiente.