Recuerdo un atardecer junto al mar. Cuando
empezamos a caminar, el viento apenas sopla una ligera brisa, de esas que
cuelan un cosquilleo a través del suéter de ochos. Según el tramo, el sol aún
obliga a utilizar la mano como visera. A medida que caminamos, notamos el olor
a salitre que devuelve el mar; un olor profundo, en el que parecen mezclarse el
fango de la orilla con la madera de las barcazas abandonadas en mitad de la
playa, que nos acompaña mientras avanzamos sin un rumbo definido. Nos movemos,
zigzagueamos o detenemos nuestro paso, giramos la vista hacia la línea del mar.
A veces, no nos miramos cuando estamos hablando, desviamos nuestras miradas
hacia otro punto. Al fondo del paseo, muy al fondo, hay una especie de hotel
cuyos neones somos incapaces de leer desde esta distancia. Así que decidimos
que solo cuando podamos distinguir las letras del rótulo volveremos sobre
nuestros pasos. No sé cuánto habrá pasado desde que hemos empezado a caminar,
quizá unos veinte minutos, pero ya no hace falta utilizar la mano de visera, el
sol se esconde. Ahora la brisa recoge la humedad del atardecer, mientras se
empeña en jugar con nuestro pelo, que cae una y otra vez sobre la frente. Nunca
pierdo el gesto de peinarme el flequillo con el dedo índice de mi mano derecha,
cada vez más brillante de sudor a medida que sentimos el bochorno de los
últimos días de verano. Hace varios tramos que ha terminado el paseo, por lo
que ahora bajamos junto a la playa en busca de una escalera que comunica con el
siguiente tramo edificado. Antes de ponerte la chaqueta, te limpias el brazo de
minúsculas partículas de la arena que ha arrastrado el aire. Cuando volvemos a
caminar sobre cemento, lo único que escuchamos a nuestro alrededor es el sonido
de las olas, que mueren tranquilamente al llegar a la orilla. Te sorprende,
porque no recordabas que este sitio fuera tan silencioso, pero en realidad todo
parecer moverse acompasado con la puesta de sol. Esos últimos minutos antes de
que caiga la noche son hermosos; aún no se ha producido el encendido automático
de las luces del paseo, así que por unos instantes nuestros rostros quedan a
cubierto gracias al crepúsculo. Todo es oscuridad, excepto nuestras voces, que
apenas hemos dejado de escuchar desde que comenzamos a andar. Es curioso, ahora
que lo pienso, cómo en todo este paseo no hemos echado ni una sola vez la vista
atrás. Sin darnos cuenta, la distancia entre nosotros se ha acortado hasta casi
rozar nuestros cuerpos. En ese punto, cuando ya casi divisamos con claridad las
letras del hotel, tu mirada está centrada en el raro efecto que ha producido el
último estadio del sol antes de ocultarse, una línea brillante que parece
subrayar el horizonte. Aún andamos un poco más, con el paso vacilante, mientras
perdemos de vista a varias personas que están sentadas junto a la orilla. No sé
de qué hablamos, aunque sí recuerdo que mezclamos muchos temas y saltamos de
una conversación a la siguiente en un discurso ininterrumpido. Creo que ya hace
un rato que he comenzado a recoger cada uno de estos gestos en mi memoria para
impedir que, suceda lo que suceda, se me olviden. Así que, por un momento, me
quedo en silencio. No sé si me estás mirando, quizá solo te has parado para
descansar un poco los pies y abrochar el segundo botón de la chaqueta. Entonces,
me preguntas cuánto tiempo ha pasado desde que ha empezado a ponerse el sol
hasta que se ha ocultado finalmente. No recuerdo dónde lo leí, pero alguien
comentaba que no llega a alcanzar unos tres minutos. El rótulo del hotel parece
un faro frente a nuestros ojos, ya podemos volver por donde vinimos. Antes de
decirte algo, quizá en la ocasión que más tiempo vamos a pasar en silencio,
tengo la sensación de que este sol ha tardado solo unos segundos en ponerse.
Pero no te lo digo. Durante el camino de regreso pienso que bastan esos pocos
segundos para construir un mundo.