En algún rincón de la vieja casa
familiar, entre las cajas que sobrevivieron a las sucesivas mudanzas, debe
estar escondida la cámara Super 8 que mi tío compró en pleno apogeo del sistema
-en 1974, tal vez un poco más adelante. Recuerdo cómo, cuando apenas había
cumplido ocho años, puso entre mis manos el mango de la cámara y me animó a
registrar esa porción de vida doméstica que, nada más alzar la vista, se
hallaba al otro lado de la lente. El contenido de la grabación, que apenas sobrepasaría
tres minutos de una escena mal iluminada -pasillo blanco, descascarillado, con
roces en las paredes a la altura de las rodillas de un adulto, mi madre y mi
tía hablando de alguna cosa-, quedó velado tras permanecer más de veinte años
guardado en un sobre junto a otras cintas. Aquel primer impulso creativo fue, si
embargo, uno de los últimos antes de perderse entre los objetos de un pasado
que, tanto mis primos como yo, nunca sentimos cercano.
La acción del tiempo consiguió
borrar parte de esos recuerdos guardados en sobres de oficina. Así, las
imágenes del tramo que engarzaba los primeros años de matrimonio de mis padres
con mis primeros años de vida se resumían en un preciso relato oral de viajes y
pequeños gestos -esos días de verano en los que, a fuerza de contar la
historia, casi podría rememorar el paisaje recortado por la capota de mi
cochecito de bebé; de fotografías con mensajes cortos escritos en el dorso. En
una de ellas, salgo acariciando la mejilla de mi abuelo paterno, que moriría
poco después, al que solo puedo evocar a través de dos o tres frases que
recuerdo e imágenes como la que comentaba. Tras la imagen aparece escrita una
fecha, 1990, con una letra que no identifico como familiar, quizá la del
encargado de la tienda de revelado de fotografías. Esa fotografía siempre me
hace recordar el tacto de las sábanas secándose al sol en el tendedero que
teníamos en el patio de nuestra casa; las películas mudas de animación que
proyectaba sobre la pared de mi habitación; el manillar cromado de una
motocicleta de juguete que conduje en dos ocasiones; o el olor a leña apilada
en una tienda en la que comprábamos para encender el fuego en las noches más
frías. Una constelación de vivencias que siguen resucitando todo aquello que la
falta de imágenes fundió a negro.
Tras varias décadas escondidas
entre los ficheros y archivadores del escritorio, nos animamos a pasar a vídeo
las grabaciones de aquellos recuerdos. ¿Qué nos llevó a ese cambio? La memoria
de mi infancia podía añadir un nuevo episodio: el sonido de los estorninos en
las copas de los árboles o la hilera de cuentos infantiles que colocaba en el
suelo para marcar mi sendero hacia la cocina tendrían un capítulo más. Así, el
revelado de aquellas cintas deterioradas acabó sintetizado en un disco de
apenas diez minutos de duración. Tantos años encapsulados en esas cintas,
tantas aventuras reflejadas en minúsculas ráfagas de imágenes -siempre he
pensado en el Super 8 como un arte de la ráfaga, impulsivo y enemigo de la
narración cinematográfica-, que ahora sucumbían ante el vértigo de unos pocos
minutos. En un gesto poco habitual en ella, mi madre se animó a rescatar casi
doce años de vida cuyos sentimientos habíamos olvidado.
Viaje a Galicia, un fin de semana
en León, bautizo y mi segundo cumpleaños. Ese era el contenido de las
filmaciones. Colores apagados, como solo el tiempo y la iluminación natural
pueden capturar, rostros de otra juventud y personas que hablan, que nunca
dejan de hablar, a la cámara. Me cuesta sostenerme por mí solo mientras mi
padre barre con la cámara, en un movimiento casi fluido, la tarta de cumpleaños
-con una dedicatoria escrita con virutas de chocolate-, el oso gigante que me
regalaron y yo mismo perdido en la butaca de mi abuelo. Todos hablan, pero la
cinta no registró el sonido y, en su lugar, la banda ha sido sustituida por
algún standard musical. Vernos en esa
pequeña filmación nos recuerda todo aquello que hemos perdido -más de la mitad
de la familia desapareció consumida en sus últimos años de vejez-, pero también
esa extraña calidez que despiden las imágenes. A menudo hablamos de nostalgia o
de memoria de manera superficial, sin dotar de mayor profundidad a ambos
conceptos. Ante esas imágenes familiares, que el paso del tiempo ha extrañado
en nuestro recuerdo, no estamos del todo seguros de si lo que sentimos es
nostalgia del pasado. Tal vez, si nos preguntasen nada más terminar el
visionado, no sabríamos describir en qué consiste esa sensación.
Hace unos meses te escribí una
carta para explicarte cómo había ligado un episodio que explica el cineasta
mexicano Fernando Eimbcke en su correspondencia con la realizadora coreana So
Yong Kim con una vivencia familiar. En su correspondencia, Eimbcke rememora
junto a su madre la enfermedad degenerativa que acabó con la vida de su padre. A
partir de las fotografías y de un diálogo en el que duele escuchar el temblor
de la voz -la duda, la exhumación del pasado- de la madre, Eimbcke perfila el
retrato de un padre al que, desde la distancia, parece no conocer. La falta de
documentación, pues no hay vídeos ni audio, no es un obstáculo para que la
madre resucite un relato familiar. En aquella carta te expliqué que me
identificaba con el temblor de la madre, con esa vacilación como de no saber
qué palabra escoger cuando recuerdas un fragmento de tu vida al observar una
vieja foto. Fernando, en cambio, insiste sobre ese punto, tal vez porque el
relato que quiere escuchar es uno que le explique por qué siente tan poco apego
sobre esas imágenes, por qué parece pensar que no le pertenecen. En el fondo,
temor y temblor forman prácticamente el mismo sentimiento entre madre e hijo.
Supongo que me pasa algo parecido
a Fernando, en el sentido de que la acción del tiempo sobre nuestra madurez
termina dibujando un retrato del mundo que no se corresponde con el que
almacenamos en nuestra memoria. Hay viejos sentimientos a los que, por alguna
extraña razón, ya no sabemos cómo llamar. Los etiquetamos como nostalgia, como
memoria, pero en realidad aquellos alcanzan una profundidad emocional mayor. Tras
terminar de ver la película familiar, hablamos de cómo el tiempo continúa
vulnerando el poder de la imagen, porque apenas sentimos a nuestros abuelos,
aunque ese recuerdo permanezca inscrito en un vídeo. Hablamos del tiempo que
pasa, que construye nuevas casas, nuevas caras, nuevas vidas que sustituyen a
las anteriores. A veces, supongo que por miedo, mi padre y yo hablamos del
tiempo como si se tratase de un secreto que conviene mantener en silencio, como
tantas otras cosas que suceden entre él y yo. Siempre me dice que diez años
pasan muy rápido, aunque la velocidad nos afecte de un modo distinto. Por eso
pensaba en los Eimbcke al volver a ver nuestro pequeño vídeo familiar. También
yo me agarro a esa brizna de memoria, de hilos de vida que se escabullen entre
el tiempo y nos regalan el recuerdo que queremos guardar a salvo del paso de
los años; es lo que pienso cuando comparo la imagen de mi padre joven con la
que puedo tener ahora que él mismo procesa su envejecimiento.
A mi padre la vejez le ha traído
una melancolía temprana, que siempre sabe disfrazar cuando le hacen una foto o
aparece en alguna celebración. Se trata de esa clase de tristeza que le hace
pensar en el tiempo que queda, que le ha hecho olvidar cómo cazaba aquellos
momentos de alegría y vida. Ante las imágenes de mi bautizo, en las que la
cámara ilumina un recuerdo que nunca guardamos en fotografías, me explica cómo
sostenía mi diminuto cuerpo entre sus manos, cómo era incapaz de describir el
tacto insólito de una piel que solo tenía unos días de vida. Me dice que vivir,
posiblemente, consistía en aprender a definir todos aquellos momentos únicos.
Cuando ya has agotado las palabras, resulta difícil resistir a la melancolía de
la vejez. Te queda esa especie de temblor como de no saber qué palabra escoger
cuando recuerdas un fragmento de tu vida al observar una vieja foto.
En 1983, el año en que nací,
Chris Marker estrenaba Sans Soleil.
Hace poco, tras su muerte, decidí volver a verla -es una película que siempre
me ha gustado ver a fragmentos, disfrutar tranquilamente de cada una de sus
historias. Ahora, mientras recuerdo aquella película familiar con trozos de
nuestro pasado, me viene a la mente la imagen de esos niños en una carretera de
Islandia en 1965, que Marker describe como la imagen de la felicidad. Tras
verla, creo que he conseguido responder por qué decidimos revelar, tantos años
después, las películas en Super 8. Buscábamos la felicidad, la felicidad de mis
padres, el momento en el que aún tenían toda una vida por delante para incorporar
nuevas palabras, gestos y experiencias. Esa es la historia que encierra la foto
que te envío.