Algunos días de la semana, a la
misma hora en que las primeras luces de la calle anuncian el final de la tarde,
un sonido, breve e intenso, recoge los ritmos del día que termina. Ese sonido,
que sucede puntualmente desde hace años, trae consigo en cada repetición
fragmentos de tu propia memoria: recuerda que vives en la misma casa desde hace
dieciséis años —nunca habías vivido tanto tiempo en un mismo lugar; que cada
vez que te asomas al balcón, mientras persigues la estela de ese ruido
pasajero, observas el rastro blanco y desdibujado de una nube en el cielo; que
has absorbido, hasta convertirlos en parte de tu mapa sonoro, los gritos de las
máquinas del lavadero de coches y las risas de los niños del jardín de infancia
que están a pocos metros de tu ventana. Pero, sobre todo, ese sonido, el planeo
de una gaviota en su regreso a casa, te recuerda lo cerca que está tu hogar del
mar. Hace años, antes de que la crisis del sector de la prensa obligase a
suprimir secciones y suplementos de información, sabías que tu calle pertenecía
al distrito marítimo porque, junto a la edición de fin de semana del periódico,
venía un diario dedicado a las actividades de la zona. Incluso, recuerdas que
en una ocasión entrevistaron a tu padre y tu madre recortó y conservó en una
carpeta ese trozo de periódico. Ahora, en cambio, cada vez que grazna la
gaviota —piensas en singular, pero nada te asegura que se trate de la misma
ave—, tienes presente tu relación con el mar por otro motivo.
Una historia comienza una tarde,
en otra ciudad, mientras camináis por el paseo de la playa. Habláis de ciudades
de paso, de viajes y excursiones. Pensáis en cómo el mediterráneo une vuestros
hogares de una forma tal que se os hace difícil de explicar. Tal vez, decís,
vivir en una ciudad o en otra resulta más sencillo cuando tienes el mar como
límite; nunca sientes que estás rodeado por calles, barrios, distritos,
pedanías y pueblos que, arremolinados, marcan tu identidad cultural. Aquí, sin
embargo, todo acaba y empieza en el mar, puerto de entrada y salida, promesa de
un encuentro o de una partida en busca de una nueva casa. Piensas en aquel
episodio de El espejo, de Andrei
Tarkovski, que protagonizaba un grupo de españoles exiliados a Rusia tras la
Guerra Civil.
Recuerdas haber leído que aquel
fragmento no formaba parte originalmente de la película, sino que el propio
Tarkovski lo integró en su guion después de que un amigo suyo, exiliado
español, abortase la posibilidad de rodar un largometraje. Recuerdas el extraño
acento español, cada vez más distanciado del origen, con el que se expresan los
personajes. Pero, sobre todo, recuerdas esa vieja copla que irrumpe en la banda
sonora para hablar del mar, de cómo el agua conduce el sonido de dos voces allá
donde estén, como si entre ellas apenas hubiese distancia. Imaginas la orilla
helada de una playa rusa, donde la espuma ha cuajado en carámbanos de hielo
color turquesa. Te agachas, junto a la arena húmeda, y pones el oído sobre la
superficie lisa del hielo. Escuchas, atentamente, todos los sonidos que el agua
ha arrastrado hasta congelar en la orilla; todas las historias y las voces que
ha encapsulado la marejada del día anterior. De alguna manera, ese trozo de
hielo es la expresión de la nostalgia que arrastra el mar.
Esa tarde coges el último tren de
regreso a casa. Con el vagón casi vacío, la iluminación artificial del coche
impide que distingas el paisaje desde la ventana. Sin embargo, sabes por
costumbre que en esa zona oscura puntualmente destacada por alguna señal luminosa
está el mar. Cierras las manos a modo de visera contra el cristal, pero apenas
intuyes retazos de esa playa nocturna de aguas tranquilas por la que acabas de
pasar. Por un momento piensas en aquel libro de Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor. Uno
de los protagonistas de su ficción es el pintor Mark Rothko. De nombre real
Rothkowitz, futuro puntal del expresionismo abstracto, había nacido a
principios de siglo en Letonia. En su libro, Menéndez Salmón explica —o, tal
vez, fantasea— el origen de la pintura de Rothko: emigrado a Estados Unidos, el
pequeño Mark dice adiós a su origen letón mientras pierde de vista, tras la
ventana del tren, aquellos paisajes que constituyeron su Daugavpils natal. Impactado
por su temprano exilio, Rothko hace del trazo obsesivo de cuadros como Rojo y Azul el recuerdo de ese paisaje
infantil que no pudo congelar en el marco de la ventana del tren.
Unos días después de terminar el
libro, sientes que necesitas saber todo sobre Rothko. Cuadros, etapas, amistades,
declaraciones se entremezclan en tu deseo de penetrar la cáscara de relatos encapsulados
bajo un apellido. Lees sobre la capilla de Houston para la que pintó unos
murales. Lees unas declaraciones en las que advierte la obligación de
pulverizar la enorme cantidad de lugares que se adhieren a un mismo concepto.
Piensas en el dolor de esa afirmación, en el miedo que infunde remontar la
corriente de tu memoria y encontrar aquellas imágenes cuya descripción apenas
balbuceas. Piensas en la definición de casa de Mark Rothko: líneas paralelas,
trazos perpendiculares, colores básicos, palabras que reprimen la derivación de
nuevas palabras. Una tautología. ¿Será ese el sentido de la melancolía? Te
preguntas.
Mientras la historia de aquella
tarde tiene lugar, un músico francés, de nombre Anthony Gonzales, detiene su
coche en mitad de un desierto californiano. Parapetado tras su PowerBook,
Anthony graba sonidos nocturnos y pequeñas pistas de audio que posteriormente
integrará en el disco que prepara. Todavía no tiene pensado cómo titularlo,
pero sí qué transmitir: la búsqueda de un sentimiento que le ayude a comprender
la larga travesía que entrañan los primeros años de la madurez. A través de una
depuración formal cada vez más exigente, Anthony ha creado diferentes paisajes
musicales empeñados en describir pasajes de efímera felicidad, tan salvajes
como inocentes, que de alguna forma recogen aquel éxtasis de juventud. A
diferencia de Rothko, la búsqueda de Anthony se produce a partir de las raíces
de nuestros recuerdos, de cada pequeño episodio emocional que guardamos en
algún rincón de la memoria. Lejos de reprimirlos, son ellos los que conceden su
razón de ser a ese otro relato de madurez en el que nos inscribimos.
Mark Rothko terminó con su vida.
Hay quien piensa que la oscuridad de sus últimas pinturas agotó de tal manera
el espectro del color que solo a través de su propia muerte podía expresar su
agonía interior; el último lienzo era su mismo cuerpo, cuya frustración ahogaba
esa búsqueda eterna: quiénes somos y quiénes fuimos. Piensas en el interior de
la Capilla de Rothko como si se tratase de una cámara anecoica. Ilustrada por
sus lienzos, la Capilla absorbe cada sonido hasta reducir el lugar a su
partícula básica. Imaginas al viejo Mark, símbolo del expresionismo abstracto,
sentado en el centro de su cámara privada mientras contempla su obra. Desnudo
de sonidos prescindibles, de palabras y recuerdos, Rothko escucha el último
latido de su corazón, el último trazo de su pintura, el último color de su
espectro; alcanza su sueño de despojar de complementos su propia vida. Por fin,
antes de la muerte, es capaz de observar ese origen que ninguna de sus obras
pudo asir; el origen que se evaporaba en cada línea de pintura. El sonido de
ese origen está en el ruido de su interior.
Anthony culmina su proyecto
musical sobre el espíritu de la juventud, una obra barroca, colosal y extensa, con
el sonido de unas olas que rompen en alguna orilla. Todo el disco está
atravesado por sonidos que interrumpen —que humanizan— sus largos paisajes
artificiales. A veces es el canto de un pájaro el que se cuela en mitad de un
episodio de amor juvenil; a veces una cascada de agua ilustra la torrencial
ambición de su proyecto. Sin embargo, sabes que esos sonidos constituyen el
verdadero discurso del disco, la esencia de aquellos lugares de la memoria que
Gonzales ha impreso selectivamente en el cuerpo de cada tema. Son como el
sonido de esa gaviota que tantas tardes te recuerda la presencia del mar, los
dieciséis años que has pasado viviendo en la misma casa.
La historia del sonido de una
gaviota concluye una tarde de Agosto. Habláis del tiempo que pasa, del
sentimiento de pertenencia sobre un lugar. A menudo, le dices, piensas que ese
sonido no es más que un obstáculo, uno de tantos, para lidiar con la
responsabilidad de tomar decisiones. Le dices que aquel graznido de la gaviota
te hizo pensar en la riqueza con que describes tu pasado y, en cambio, la
modestia con que expresas tu presente, tu ahora. Preferirías invertir los
términos. Camináis hacia una pequeña escalinata colonizada por turistas
extranjeros. Una bandada de aves traza una extraña cuadrícula en el cielo
enrojecido. Unos segundos después, la cuadrícula se desvanece en pequeños
grupos sin orden y con direcciones opuestas. Os hacéis una foto juntos. Volvéis
a casa hablando de la creación literaria, de tu necesidad de ficcionar
determinados episodios de la Historia. Piensas en aquel trozo de hielo
congelado en la orilla de una playa rusa, en la cantidad de relatos que recogió
el agua en cada puerto de embarque que cruzó. El sonido de esa gaviota ha
recogido dieciséis años de tu vida, con sus cosas prescindibles e importantes,
pero también ha congelado la nostalgia de aquellos años. Ahora, le dices, necesitas
encontrar otro hogar. Empezar una nueva historia, un nuevo sonido que describa
lo que está por venir.