El año en el que aprendí a amar las pequeñas bellezas
Todos tenemos una Ítaca o, al
menos, ese sentimiento de pertenencia, emocional o geográfica, sobre un lugar.
Lo difícil, en ocasiones, consiste en explicar el vínculo sensible que nos une
con ese espacio. Mi Ítaca tiene un nombre inventado y un territorio
reconocible: Dillon y Texas, la población donde un puñado de muchachos
despertará a la vida durante las cinco temporadas de Friday Night Lights. No engaño a nadie cuando digo que es la serie
sobre la que más veces he escrito, por lo que volver a hacerlo tendrá, por
fuerza, algo de regreso al pasado. Esta es la historia de su descubrimiento.
En 2004 Peter Berg estrenaba su
tercera película, la adaptación de un trabajo periodístico que su primo, Buzz
Bissinger, llevó a cabo alrededor de la vida de Odessa, una población de Texas,
y los Permian High Panthers, su equipo juvenil de fútbol americano. Tardé un
par de años en descubrir la película, en parte gracias a lo mucho que me había gustado
El tesoro del Amazonas, y tardé otros
tantos en apreciarla. A modo de prólogo para aquel re-descubrimiento, en 2007,
cuando cubría conciertos para una revista digital ya desaparecida, asistí al
único bolo que el grupo tejano Explosions
in the Sky ofreció en Valencia. Acudí espoleado por una amiga que me había
pasado una de sus canciones, First breath after coma, y por lo poco que había averiguado por mi cuenta. En aquel
momento no llegué a establecer la relación entre su música y el cine de Peter
Berg, pero sí recuerdo aquel concierto como uno de las experiencias más
sensoriales de mi vida; recuerdo cómo el sonido robusto de sus tres guitarras
(más tarde dos y un bajo eléctrico) encapsulaba paisajes de belleza glauca,
terrestre, extrañamente familiar, como si cada tema se arremolinase en ese
lugar secreto donde habita nuestra memoria.
La historia, sin embargo, daría
un nuevo salto temporal hasta 2009. Por aquel entonces coordinaba el número
especial de una revista que, entre otros temas, iba a dedicar un monográfico a
las series de televisión. Entre los artículos figuraba uno dedicado a un drama
deportivo cuyo episodio piloto estaba considerado uno de los mejores de la
televisión reciente. Con el recuerdo todavía fresco de la película, no tardé
demasiado en darle una oportunidad a la primera temporada de la serie.
Empezaba, así, a conocer a los Saracen, Riggins, Williams, Street y, sobre
todo, al coach Eric Taylor. Cómo
dejar de ver una serie que ya en el primer episodio te zambulle en ese
microcosmos de amistad y exigencia, que mezcla la ambición olímpica de quien
puede llegar a lo más alto con la inocencia salvaje del que se aventura, un
poco a tientas, en la madurez. Con todo, Friday
Night Lights terminó en ese punto, quizá por voluptuosidades del ánimo que
me llevaron a escoger otra serie para suplir el hueco.
Una laguna quedó instalada desde
aquel contacto temprano y su posterior recuperación. Y aquí, a riesgo de
dinamitar la progresión del relato, pues aún no he explicado los motivos de mi
elección, entra en escena la que podría considerar mi segunda Ítaca: Portland.
También podría decir Aaron Katz, cuyo cine y cuya forma de ver la vida ocupan
un lugar en mi interior. La ciudad que dibuja su obra, la calidez, la ternura o
la confianza con la que reviste a sus personajes, esas microcápsulas donde uno
encuentra la convicción necesaria para afrontar sus propios conflictos. En fin,
eso que a veces cuesta encontrar en el cine, vulgarmente llamado sinceridad, y
que en los trabajos de Katz es como la respiración de sus protagonistas.
Katz, cuyas películas podrían
describir los últimos meses de 2011 y los comienzos de 2012, es el punto que
une en la distancia aquellos encuentros iniciales con FNL y su recuperación
tantos años después. Si en 2009 la coordinación de una revista me llevó hasta
la serie de Peter Berg, en 2012 fue una entrevista con Aaron Katz la que
solidificó aquella vieja relación. En el cuestionario que le habíamos hecho -un
matiz importante: pocas historias valen la pena si luego no pueden
compartirse-, Katz respondió a la pregunta por las obras que más le gustaban o
le habían podido influir con, entre otros nombres, Friday Night Lights. Curioso, ¿verdad? Las temporadas 1 y 3, para
ser exactos, que abarcaban el cierre del primer gran arco de la ficción y, por
decirlo de una manera diplomática, eludían la enajenación mental transitoria
del grupo de guionistas que urdió la segunda temporada.
Esa euforia que reunía en el
mismo espacio un amor del presente con un recuerdo del pasado fue la espita que
desencadenó a Friday Night Lights del
limbo en el que había permanecido. En los meses siguientes, hasta el verano de
ese mismo año, cada temporada de la serie fue un acontecimiento vivido con una
intensidad emocional fuera de toda lógica; la misma, por ejemplo, que podíamos
sentir ante la lesión de Street, cuando todos los jugadores hincan la rodilla
en el suelo y el estadio de los Panthers guarda silencio ante la lesión de su
estrella; o cuando smash Williams
corre con esa autoridad deportiva que le hace superar la espalda de cada rival
que se entromete en su camino hacia la línea de puntuación. En resumen, uno de
esos raros ejemplos en los que una ficción despierta un entusiasmo tan enorme
que deja tras de sí una huella indeleble. Una huella que, durante 2012, siempre
marcó su camino hacia el imaginario pueblo de Dillon, en Texas.
Lo que me interesa del cine de
Berg, va siendo hora de explicarlo, es su capacidad, sea en un contexto
deportivo o en uno bélico, de vindicar un espíritu de cooperación, de
auto-perfeccionamiento, de valor y de nobleza; también, por qué no, de tratar
con humor los géneros cinematográficos más nacionalistas. Ninguna ficción sobre
la guerra de Irak se ha acercado con tanta ecuanimidad a la realidad como La sombra del reino. Sin embargo, el
gran mérito de Berg ha sido cuajar todo ese estilo propio en el corazón de un
pueblo y de unos personajes como los que habitan en Dillon; en saber cómo
derramar su visión del mundo sobre ese territorio poblado de valles y
prospecciones, cuya veneración por el fútbol es tan tierna como irracional,
donde un entrenador es también un padre y un general y los adolescentes bregan
con el balón y corren la línea de yardas como quien combate en una carlinga y
atraviesa el Atlántico por primera vez. Un campo de batalla donde se
experimenta, como nunca antes has visto, el proceso de maduración de la vida.
Al empezar el texto comentaba que
lo difícil consiste en explicar el vínculo sensible que nos une con un espacio
determinado. Si hay un personaje de Friday
Night Lights que define, por encima del resto, la esencia de Dillon, ese es
Tim Riggins. Por eso, cuando alguien me pregunta cuál es mi momento favorito de
la serie, siempre cito el siguiente: al concluir su periodo escolar, Riggins
tiene la posibilidad de ir a la universidad y jugar en el equipo de esa liga.
Sin embargo, apenas aguanta unos días allí para regresar a Dillon. En
comparación a Ulises, su vuelta a Ítaca abarca menos tiempo. Pero qué
brutalmente honesto es ese viaje a casa, con qué coherencia perfila a un
personaje que nunca dejará de dar tumbos durante la serie mientras intenta
lograr aquello que muy pocos consiguen: echar raíces, tener ese sentimiento de
propiedad y pertenencia sobre un lugar que ha sentido allí, a su lado, como parte
de él, durante toda su vida. Para los que no creemos en patrias, la
sensibilidad de ese deseo es, tal vez, una de las cosas más hermosas que haya
producido la serie creada por Peter Berg.
Hay un movimiento en Friday Night Lights que nunca pasa
desapercibido. En cada plano, sobre todo en aquellos de conjunto, la cámara se
esmera por repartir su espacio entre los personajes y el paisaje que los
cobija; es su manera de detectar las dos grandes fuerzas que mueven la serie:
las emociones y la identidad; los hombres y su lugar. Por eso, en el último
episodio de la serie, Riggins aparece junto a su hermano construyendo la que
será su futura casa. En una pausa, ambos comparten una cerveza tibia mientras
contemplan el sol que empieza a ponerse. La cámara, a todo esto, se las apaña
para colocarlos junto al esqueleto del nuevo hogar, en una imagen que prolonga
el sentimiento de pertenencia y comunión con una tierra que, al final, han
conseguido hacer suya.
Uno de los sentimientos que
anuncia la madurez estriba en encontrar un lugar en el mundo. Podéis utilizar
la fórmula más oportuna, ya sea en términos personales o apelando a la pura
pragmática. Sin embargo, hay en ese proceso otro paso que, cuando de verdad
penetras en la madurez, se manifiesta plenamente; un paso que podría describir
toda la travesía de Tim Riggins hasta asentarse en Dillon o mi accidentada
historia con la serie de Peter Berg durante estos años. La posibilidad de
compartir esa Ítaca, la confianza y la unión que generan, que son a la postre
el pegamento que junta los últimos coletazos de la adolescencia con los
primeros de la vida adulta. Esa sensibilidad, que paradójicamente se representa
a través de un microcosmos completamente alejado del nuestro, es la que dibuja el
vínculo que establecemos, las raíces que creamos y la pertenencia que sentimos
dentro de nosotros. La historia de mi Ítaca, en definitiva, es la historia de
la conquista de ese sentimiento.
En 2012, Father John Misty
publicaba Fear fun, un álbum al que
he vuelto en numerosas ocasiones desde entonces. De entre todos sus temas, creo
que O I Long to Feel Your Arms Around Me
es el que mejor puede reflejar los espíritus de una serie como Friday Night Lights y de un texto como este. El abrazo, largamente
deseado y continuamente aplazado, que a veces solo tiene lugar por unos
segundos y que, siempre, desprende esa clase de intensidad emocional que uno
solo puede sentir con lo que ama. Por eso, en mi memoria, 2012 fue el año en el
que aprendí a amar las pequeñas bellezas. Y esto, como decían en otro libro,
describe una lección vital: el tiempo que cuesta alcanzar lo más elemental.