sábado, 16 de noviembre de 2013

La música de mi madre



En una de las estanterías de la sección infantil de la biblioteca hay un minúsculo departamento donde han reunido libros y revistas sobre contenidos musicales. Quizá por falta de espacio, un libro con canciones de Bruce Springsteen convive en la misma repisa con esos grandes desplegables de ilustraciones troqueladas que sirven como guías de iniciación a la lectura durante los primeros años. Allí, en mitad de los cuadernos para exploradores, encontré una edición con las letras traducidas de algunos álbumes de Léo Ferré. Hace tiempo que su voz se ha convertido en una compañera habitual, entre el grito y los susurros, la nostalgia y los relatos del amor más cotidiano. Qué hermosa esa noche que

Es un amor que muere
Apenas se hace
Son mil años de felicidad
En un beso apresurado
Es una muchacha que ha perdido
La única flor que tenía
Y que espera en la calle
Por si acaso la encuentra

Léo, con su intensidad que le hace atropellar las palabras, como si las estrangulase mientras saca de ellas todo el sentimiento que esconden, entre el recitado y la canción. Léo, que se arrastra por el desconsuelo, por las heridas, que escribe sobre la voz, los ojos, el vientre, el mar, la esperanza o el tiempo que pasa. Léo, que habla de los amantes tristes y de las noches, de la oscuridad y la soledad. Léo, al que a veces no entiendo porque va demasiado deprisa, cuyos paisajes musicales parecen pintar un almuerzo de faunos y criaturas fantásticas, aunque los haya escrito mientras asomaba la cabeza por la ventana de su habitación en la Alta Normandía.

A veces, mi madre me acompaña a devolver los libros a la biblioteca. En el camino de vuelta andamos zigzagueando por los barrios, entre calles y avenidas. Nos paramos ante la puerta tapiada de un antiguo comercio, ante la fachada rehabilitada de un colegio oficial o el escaparate de diseño de una pastelería. Siempre le pido que me cuente lo que hubo y todavía recuerda, porque sé que se trata de una interferencia, casi un parpadeo, que se entromete insistentemente en lo que hay; que se resiste a desaparecer, porque de esa manera desaparecerían demasiadas cosas.

Mientras paseamos, me explica sus ganas de empezar a aprender dibujo japonés, para lo que se ha sacado unos cuantos manuales; también, si tiene tiempo, le gustaría dar forma a varias ideas que ha anotado en uno de sus blocs. A menudo, le anima la posibilidad de enviar un relato breve a alguno de los concursos que lee en las revistas; cosas de poca importancia, donde la forma literaria no es lo fundamental. Le propongo que escriba sobre todo aquello que me está contando durante el paseo, lo que ha cambiado pero aún mantiene una pequeña llamita en su memoria. Le ayudaré a pasarlo a limpio, si se atreve a volcarlo sobre el papel. Ella me dice que no está del todo segura, que en el fondo no es nada nuevo que alguien utilice la escritura para expresar sus recuerdos. Tiene razón, pero soy muy terco. Así que, para tratar de convencerla, le cuento que uno de los primeros instantes -admito mi incapacidad para cifrar una fecha- que tengo de ella es cantando, con apenas un hilo de voz, una nana antes de dormirme. Por qué no, le dejo caer, escribir sobre su memoria a través de la música que ha formado parte de cada uno de esos episodios.

Unos días después, cuando vuelvo a casa, mi madre me dice que tiene más o menos claro cómo empezar su relato, en qué momento y con qué canción. Enciendo el ordenador y abro un documento en blanco, no sin antes prometerle que, a diferencia de otras ocasiones, esta vez no voy a modificar nada de lo que me dicte. Si aparezco, afirmo, será como otra voz dentro del texto. Así que tomo su palabra y dejo que sea ella quien continúe la historia con el siguiente episodio.

Invierno de 1969. Tiempo de amor, de Juan y Junior

«Abrir un cine de versión original no era algo común en la ciudad, que poco a poco se iba acostumbrando a algo así como la modernidad cultural. Uno de los primeros fue el Aula 7, que estaba junto al pasaje de General Sanmartín. Había empezado a salir con Carmelo por aquellas fechas, y no sé cómo pero se le ocurrió que fuésemos a ver Arroz amargo, de Giuseppe de Santis, que llegaba veinte años después de su estreno en Italia. Cuando me llevaba a casa, recuerdo que escuchábamos a Juan y Junior. A los dos nos gustaban Los Bravos, y lo cierto es que cuando se convirtieron en dúo lanzaron canciones tan preciosas como Tiempo de amor. Así que el antiguo Aula 7 fue, en muchos sentidos, el lugar de ese tiempo de amor, en esas noches en las que nos abrazábamos con fuerza porque el coche no tenía calefacción y aparcarlo en la calle lo había congelado. El Aula 7 aguantó más de veinte años, en cambio, Juan y Junior se separaron unos meses después para emprender sus carreras en solitario».

Otoño de 1975. S.O.S., de Abba

«Poco después de casarnos, abrió en la calle del Mar un club llamado Manhattan, con ventanas tintadas en las que aparecía la silueta de los rascacielos de Nueva York. En aquel momento salíamos con varios matrimonios amigos los sábados. Según nos daba, cenábamos, tomábamos alguna copa e intentábamos entrar en el Manhattan. La mayoría de veces nos quedábamos en la puerta, porque no tardó en convertirse en uno de los locales de moda -recuerdo una publicidad donde aparecían sus inmensos sillones de skay y una entrevista a su propietario, Ricardo Alférez, donde decía que había incorporado el mejor equipo de sonido de toda la ciudad- y era imposible entrar. Al final, nos cansamos de repetir la rutina de cada fin de semana y, simplemente, nos olvidamos de Manhattan. En otoño de 1975, no sé exactamente el mes ni la fecha, pasamos con el coche por la puerta del club. Félix, el marido de Isabel, mi mejor amiga, nos insistió para que probásemos suerte. Fue la primera y la última vez que entramos en Manhattan, y siempre recordaré cómo sonaba Abba y una chica bailaba, solitaria, disfrazada con una melena rubia como la de Agnetha. A su lado, un hombre imitaba a Benny sentado al piano en una especie de play-back. Ese mismo año, en la víspera del día de Navidad, detuvieron a Ricardo Alférez acusado de haber simulado un incendio en el Manhattan. Aquel local pasó de mano en mano, pero nadie volvió a imaginarlo como un club nocturno. Creo que ese incendio también se llevó algo de la música y la felicidad de aquella época, porque cada vez que paso por allí no puedo evitar tararear las canciones de Abba».

Verano de 1978. Ancora, ancora, ancora, de Mina

«Unos días antes de que acabase julio cerró Naico, la fábrica de electrodomésticos en la que había trabajado como secretaria durante los últimos cuatro años. Era una muerte anunciada, ya que la empresa vivía a remolque de una producción casi artesanal cada vez más mermada por las grandes compañías y las importaciones. Así que el propietario prefirió no alargar la agonía y suspendió la actividad de la noche a la mañana. Cuando salí del despacho, esa misma tarde, recuerdo que paseaba sola por la recepción del edificio y creo que no me crucé con nadie hasta llegar al aparcamiento exterior del recinto, donde quedarían unos pocos coches. Encendí la radio del coche y, al saltar entre varias emisoras, escuché que Mina anunciaba su retirada de la televisión cantando Ancora, ancora, ancora. Apenas iluminado, el edificio de Naico me llevó a pensar en todo el tiempo que había estado trabajando allí y en lo poco que había reparado en los detalles, en las amistades que nunca tuve y en esos minutos antes del anochecer en los que caminaba sola hacia el aparcamiento. Mina no era de mis cantantes favoritas, pero sí su canción, que mi madre -que sabía tanto italiano como yo, y solo se quedaba con las melodías- creía que se llamaba ancla, porque a veces mezclaba el valenciano con el castellano y esa es la traducción de ancora. En realidad, era otra canción de amor, de esas que entiendes instintivamente, porque no dejas de identificarte con sus gestos. Sin embargo, esa noche, mientras echaba un último vistazo a la fábrica donde había trabajado tantos años, también quise pensar que aquella era un ancla, y que Mina me estaba animando a soltarla de una vez para seguir con mi vida».

Primavera de 1980. Overs, de Simon and Garfunkel

«Nunca comprábamos discos. Aunque mis compañeros de oficina nos trajeron un tocadiscos como regalo de inauguración de nuestro nuevo piso, tardamos bastante en usarlo. Carmelo solía pasar por una tienda de música en la calle Ramiro de Maeztu, Discos Estefanía. Un día pensó en comprar alguno, al menos para probar a ver cómo se escuchaba el aparato. De regreso a casa, me dijo que la chica del mostrador -no sé si era Estefanía, ni siquiera si aquello era un nombre o un apellido- le había dicho que uno de los más vendidos era el Bookends de Simon and Garfunkel. Quizá porque era el único que compramos en mucho tiempo, se convirtió en nuestro disco favorito. Una tarde, mientras sonaba, los dos nos quedamos mirando la habitación que siempre habíamos planificado para nuestro hijo; cuatro pequeñas paredes con un armario empotrado y un espacio para la cuna, la primera cama y nuestros sueños. En aquel momento sonaba Overs, una canción que dura lo que una cerilla mientras se consume. En ese par de minutos de susurros y confesiones al oído lanzamos nuestro deseo. Por desgracia, aquella pequeña habitación donde habíamos hecho nuestros primeros planes de familia nunca llegó a ver una cuna. Un par de años más tarde vendimos el piso de Pintor Abril para mudarnos a otra casa. Aunque seguramente Bookends sonaría muchas otras veces en el tocadiscos, ya no lo escuchamos de la misma manera. Sin ser conscientes de lo que contaba la letra, nos dejamos llevar por su melancolía». 

Verano de 1982. Desde que tú te has ido, de Mocedades

«Salíamos de ver en el cine Rex E.T. El extraterrestre y fuimos a cenar unos bocadillos a Casa Gómez. En la televisión emitían un reportaje de Mocedades, que hacía poco habían debutado en la CBS Internacional y añadían todavía más proyección a su carrera. No sé si hay una canción que me guste más que Desde que tú te has ido, en la que la voz de Amaya Uranga es tan acogedora, tan delicada y firme, que consigue sacar la belleza de un momento de puro desgarro. Pensamos en E.T. y en la promesa que le hacía al niño de mantenerse siempre junto a él. Al fin y al cabo, ambas reflejaban sentimientos parecidos. No sé si alguna vez quise ser cantante, pero siempre que me tocaba cantarte algo para que durmieses me venía a la cabeza el repertorio de Mocedades o el de Juan Pardo. Después de muchos intentos, casi cuando íbamos a tirar la toalla, aquel verano, un poco antes de ir a ver E.T. conseguí quedarme embarazada. Seguramente, Desde que tú te has ido sea la canción, junto a Caballo de batalla, que más veces haya cantado, a menudo casi entre susurros, al oído. Me gusta pensar que es como esa promesa que hacía el niño de la película, la clase de vínculo que nos permite seguir juntos».

Invierno de 1989. Vieja canción de los astilleros, de origen popular

«El día que murió mi padre recuerdo que entré en la habitación que tenían en casa de mi hermana, un poco más tarde de la hora de comer. La semana anterior, el médico nos explicó que no había nada que hacer y era mejor que pasase sus últimos días en casa. Mi madre también estaba enferma, aunque consiguió aguantar cuatro años más. Acostado en la cama que le había preparado mi hermana, me quedé sentada junto a él un buen rato, tal vez dos horas, sin hablar; simplemente, nos observábamos. Recuerdo que llevaba puesto un suéter de punto fino que, por algún motivo, tenía un jirón en la manga derecha. Así que, en un momento dado, me acerqué y quise arreglarle el descosido. En sus últimos años, lo recuerdo alguien muy frágil, como una estatua hundida en su sillón, muy lejos de aquella figura voluminosa que pasó media vida hundido en las tripas de los barcos para los que trabajaba como parte del equipo de reparación. Le recuerdo llorando, desarmado, por los niños de su generación que habían muerto durante la guerra; a veces, silbaba una canción que había aprendido mientras trabajaba en los astilleros. No llegué a saber que estaba muerto -en realidad, ¿existe algo así cuando uno padece una enfermedad larga que lo apaga lentamente?-, mi hermana quiso quedarse con él hasta que el médico certificó su fallecimiento de madrugada. Cuando salí de la habitación, me crucé con la puerta abierta de la habitación de mi sobrino, que intentaba concentrarse para estudiar. Me fijé que él también tenía un jirón en la manga del suéter, pero me llamó la atención que, mientras se evadía de todo el ambiente de la casa, silbaba aquella canción de mi padre. Entré para arreglarle el descosido de la manga. Al volver a casa, al día siguiente, pensé que había repetido el mismo gesto con unos minutos de diferencia. Creo que escuchar aquel silbido de mi sobrino me ayudó a pensar que algo de mi padre seguiría con vida tras su muerte».


La historia de mi madre no ha dejado de crecer, entre épocas, canciones y recuerdos que no extinguen su trazo en el tiempo. Cuando paseamos, incluso por esas zonas desnudas adornadas por grúas y fachadas descascarilladas, nos queda la tentación de imaginar, como en una proyección virtual, la vida que se arremolina en torno a esos vacíos. Aunque mi vida ha pasado entre varias casas y varias ciudades, aún recuerdo con la misma intensidad aquel sendero que construía desde mi habitación hasta la cocina de mi primera casa con la colección de cuentos clásicos que usaba como baldosas. A buen seguro, si tuviese que contar mi historia elegiría otras canciones, pero es curioso cómo, tras volver a escuchar las de Léo Ferré, no logro dejar de pensar en mi madre. Quizá en aquella habitación se larvaron canciones de amor, de tristeza y combate; canciones de abrazos partidos y besos robados, de mejillas tan frías como la luna y corazones que hierven mientras se esfuma la noche. Pero cada vez que me preguntas por ellas, solo se me ocurre decir que es la música de mi madre, la de mi nostalgia, la de mi amor y mi tristeza. Y es así como no consigo olvidar, bajo una promesa que el tiempo nunca puede quebrar. De otra manera, desaparecerían demasiadas cosas.