Hace tiempo me preguntaste qué
era la felicidad. Incapaz de describirla en una sola palabra, te dije que era
más fácil detectarla que definirla. Unos minutos antes paseábamos por un embarcadero.
La primera brisa de otoño erizaba la piel de tu cuello, en esa zona delicada
donde los últimos mechones de pelo se dejan caer por la nuca. Subiste el cuello
de tu chaqueta y nos sentamos en uno de los bancos. Frente a nosotros, el
Mediterráneo. Habíamos llegado a Toulon. Sacaste una cámara de fotos. La cámara
disparaba una imagen detrás de otra, casi sin tiempo para procesar la anterior,
mientras anhelaba capturar aquella instantánea que nos dibujase con la mayor
naturalidad. Hasta entonces, te dije, nunca había reparado en el interés por
conservar fotografías. De hecho, si en algún momento recopilo mi vida en
imágenes estoy seguro de que cerca de diez años quedarán en fundido a negro. Sin
embargo, allí estábamos, en el departamento de Var, Francia, en el embarcadero
de Toulon, fotografiando cada palmo de nuestro entorno. Tras la pantalla
digital de la cámara, un cuadro tembloroso que intentaba ajustar en busca de un
plano de tu sonrisa -quizá porque sonrío poco es una de las cosas que más me
gusta fotografiar. Me dijiste que te gustaba la fotografía porque te recordaba
que en la vida nunca dejamos de buscar. Los recuerdos, tal vez, alumbran
nuestra memoria como la llama de una cerilla; se extinguen rápido y nos invitan
a renovar el fuego natural que los animó originalmente. Lo importante no es la
imagen, sino el gesto, el clic, el enfoque que le ha dado lugar. La fotografía,
en fin, siempre nos recordará ese gesto, aquello que quisimos preservar. Me
dijiste que en eso consistía la felicidad.
Una tarde de sábado termino de
leer el relato que escribe Anne Wiazemsky de su primer año junto a Jean-Luc
Godard. Aún no sé por qué, pero siento que Wiazemsky tiene una forma muy
musical de escribir. Más que un diario, se trata de una partitura a la caza de
instrumentos que la interpreten. En eso se parece a Godard, donde las imágenes
-desgajadas de la narración, de la historia que cuentan- parten en busca de
sentimientos que las interpreten. A veces, como en Pierrot le fou, nos interpelan, se repiten, no quieren perderse tan
de prisa dando paso a la siguiente escena. Algo de esa intermitencia aparece en
Un año ajetreado, donde las
diferentes velocidades con que Wiazemsky explica aquel 1967 en París
retransmiten una alegría que no puede encapsularse de cualquier manera en un
diario. No en vano, la novela es puro movimiento, un ir y venir de agitación
vital disparada sobre cada página.
Estábamos en Toulon, en la
habitación de un hostal. Mirábamos por la ventana y sentíamos la brisa del
Mediterráneo. Apoyabas los codos en la repisa de la ventana, las piernas
cruzadas en actitud distraída. Te contaba que la última vez que había visto
unas contraventanas de madera repintadas de color blanco fue durante mi
infancia. Mis padres habían alquilado una casa de pueblo y, día tras día, me
enseñaron cómo hacer diferentes tareas del hogar. Una mañana la dedicábamos a
limpiar la chimenea del salón, un agujero negro improvisado sobre la pared en
el que apenas cabían troncos de leña; en otra ocasión, mi padre me bajaba en
brazos al fondo de la piscina, donde las hojas de los árboles y el polvo habían
cultivado una segunda piel que cubría el suelo. De noche, mi madre proyectaba
cortos animados sobre la pared de mi habitación. Durante un tiempo tuve la
necesidad de dibujar con un lápiz las sombras de los dibujos proyectados,
mientras giraba continuamente adelante y atrás cada película. Un par de minutos
se repetían diabólicamente sobre la pared blanca. Por la mañana, mi madre abría
las contraventanas blancas que habían pintado la tarde anterior y el sol
penetraba como un cuchillo repartiendo su luz entre el interior de mi
habitación. Allí, en el espacio entre tu cuerpo y la ventana del hostal, la luz
aplastaba un rayo contra la pared de nuestra habitación. Acercaba mi mano hacia
el rayo y notaba el calor del mediodía, quizá también la calidez de ese pasado
familiar; quizá otro fundido a negro como aquel que te explicaba a propósito de
las fotografías. Quizá.
Paseábamos por los alrededores
del puerto de Toulon, entre el minúsculo mercado comercial y el embarcadero.
Aquel pueblo no era como los de las películas de Jacques Demy, con su hermosa
riqueza cromática que destacaba hasta la última vivienda del barrio. No
recuerdo en qué revista leí que Demy ordenaba pintar de varios colores cada
edificio que filmaba. Así, un bloque de apartamentos aparecía coloreado por un
blanco inmaculado que contrastaba con las marquesinas de color violeta de los
comercios adyacentes. Como sus edificios, donde ninguno quedaba sumido en el
anonimato, en los números musicales todos los personajes tenían su
protagonismo. Toulon, en cambio, era una comunidad más pacífica, silenciosa y
secreta, donde la intimidad se mantenía al resguardo de las miradas curiosas. Alquilamos
un coche para recorrer toda la zona de Var, a la que pertenecía el pueblo,
mientras el viento suave de la mañana dirigía nuestro trayecto. En un plano
habíamos marcado los lugares de rodaje de Pierrot
le fou, cada una de las localizaciones que apuntó Godard en su película.
Seguimos las huellas de cada decorado y constatamos los cambios que habían
operado en el tiempo. Tú grababas con la cámara nuestro paseo por aquellas
zonas transformadas en un entorno entre industrial y turístico, al abrigo de la
montaña y al calor del mediterráneo. Aparcamos el coche justo al final del
camino de asfalto, allí donde el camino de la playa interrumpía el trazado de
la carretera.
Caminábamos en dirección al mar.
Recuerdo tu suéter, cómo solías meter tus dedos en sus agujeros cuando estabas
distraída. Nos sentamos en la arena, al principio de la playa, y apoyaste tu
cabeza sobre mi pecho. Hablamos de la carta que te escribí durante mi viaje por
el Báltico. En aquel momento se cumplían cinco meses de separación y parecía
alejarme cada vez más de casa, de cualquier lugar conocido. Acurrucado en mi
asiento, te conté que estaba decepcionado tras mi último viaje; que las
entrevistas para el documental que estaba preparando sobre escritores
escandinavos habían sido un fracaso. Apenas hablábamos en inglés y mis
intérpretes no conseguían encajar las peculiaridades de un idioma más allá de
expresiones funcionales, aproximadas. En Lituania estuve viviendo cerca de una
granja donde cultivaban bayas -uogos,
según ellos- de un rojo casi sobrenatural. Allí el viento agitaba la hierba
continuamente y recogía el olor de la leche recién ordeñada para repartirlo
entre los caminos de piedra que recortaban una población de la siguiente. Una
vida que desconocía los aspectos más básicos del orden cosmopolita, la relación
vicaria que establecemos con los medios electrónicos. Un espacio sembrado de
olores, de texturas insólitas para nuestro tacto acostumbrado. Cada tarde, al
poco de concluir mi investigación diaria, escribía una serie de anotaciones en
mi libreta. Nunca he sido capaz de explicar algo sin tener en mente a un
interlocutor determinado, por lo que escribía pensando en ti, almacenando cada
pequeño detalle que me gustaría contarte. El sabor de los uogos, el olor de la trementina que utilizaban en un desinfectante
de destilación casera, el extraño graznido de unas aves que nunca supe definir
-¿alguna vez hemos visto un pájaro de plumas turquesa?-, el temblor interior
que producía la bocina del barco cada vez que arribaba a puerto.
Aquel 2004 fue un año ajetreado
para los dos, marcado por una larga ausencia que nunca supimos compensar. Al
regresar a casa -por entonces ya estábamos separados- recibí una carta tuya. Nunca
te gustó escribir correspondencias largas, por lo que siempre preferiste
condensar los pensamientos en un mismo texto. Me explicabas que durante esos
cinco meses habías cambiado de trabajo, concluido tu investigación
universitaria y viajado varias veces. La felicidad nos había esquivado en
innumerables ocasiones, tan convencidos estábamos de que era imposible
retenerla durante mucho tiempo. Al final de la carta incluiste un par de versos
de W. H. Auden que habías traducido para tu trabajo. Me recordaste la historia
que me contabas en una cafetería, sentados al fondo del local, en la última
mesa junto a los lavabos. En su vejez, Auden enfermó de una extraña alteración
de la piel que surcaba de arrugas todo su cuerpo, como si un escultor hubiese
tallado ondas, líneas y pequeñas depresiones en su rostro. A su manera, el
poeta reflejaba exteriormente aquella obsesión interior que le llevaba a
escribir obstinadamente, como un autista, sobre el amor y su desgraciada
condición humana.
Nos volvimos a encontrar un par
de años más tarde, en la cola de un cine donde proyectaban Pierrot le fou. Ninguno de los dos la había visto. A la salida,
ambos hablamos de ese momento, de entre todos los que formaban la película, que
había retenido nuestra atención. Fugados de su existencia rutinaria, Ferdinand
y Marianne conducían por una zona arbolada en dirección al mar. Una música,
luego sabríamos que era Vivaldi, sonaba una y otra vez durante la escena,
prisionera de ese paseo en coche descapotable que nunca acababa, que incluso se
permitía romper con la cuarta pared para hacernos cómplices de lo que tramaban.
Fue aquella tarde cuando decidimos buscar el lugar donde transcurría esa escena
y revivirla nosotros mismos, convencidos de que en eso consistía la felicidad,
que Godard había esculpido pacientemente en esos pocos metros de celuloide. Tardamos
meses en descubrir Toulon, el departamento de Var y aquel camino hacia el mar
cuya fisonomía había alterado la planificación urbanística. Conducíamos por Var
mientras grababas con tu cámara cada palmo del lugar, de los árboles, del
asfalto que nos mareaba. Detuvimos el coche y bajamos a caminar, te subiste el
cuello de la chaqueta y me preguntaste qué era la felicidad.
Una tarde de sábado termino de
leer el diario de Anne Wiazemsky, su relato alegre, intenso y breve de aquel
1967 que empezó a compartir con Jean-Luc Godard. Me resulta imposible no pensar
en nosotros, en la manera en que los recuerdos se encapsulan a medida que los
sustituimos por nuevas experiencias. De aquella expedición por el Báltico resta
un manuscrito que aún hoy no he terminado de pulir, embarcado en diferentes
proyectos que han dejado en un papel secundario la investigación inicial. Quiero
escribir para decirte que nunca he conseguido acabarlo porque, así lo siento,
toda esa peripecia me condujo hasta el verdadero significado de la felicidad. A
menudo, nos encanta descomponer un hecho determinado y analizar hasta el último
aspecto que guarda en su interior, cada detalle y cada mota. Sin embargo, lo
más seguro es que nunca encontremos esa esencia que escapa continuamente a su
catalogación; esa belleza fugitiva e inestable que se derrama a nuestro
alrededor sin que conozcamos el método más eficaz para atraparla. Al terminar
la novela de Wiazemsky pensé en nosotros, en la carrera desenfrenada en busca
de esa felicidad efímera, como quien coloca una mano sobre una vela para
intentar que el viento no la apague. Imaginé tus dedos deslizándose a través
del interior del viejo suéter, la nuca desnuda estremeciéndose ante el viento
suave de la costa francesa, mis manos magulladas tras la experiencia del frío
báltico. Testimonios, todos, de una experiencia acumulada a base de gestos e
impresiones, de historias que durante años nos contábamos a la espera de poder
protagonizarlas. Nos recordé, una vez más, sentados en ese banco de Toulon
mientras intentaba hacerte una fotografía. En aquel momento pensé que la
felicidad está en aquello que se ve, se toca, se escucha, se vive de tal manera
que nunca conseguimos recordarlo tal y como sucedió; en lo que nos invita a
descubrirlo una y otra vez, no importa con qué palabras ni con qué personajes,
como un aprendizaje que nunca termina. Como una promesa siempre renovada.